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Un dignísimo obispo de la dignidad

Erick Blandón Guevara*

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Un dignísimo obispo de la dignidad


Erick Blandón Guevara*




En la escarpada ladera del cementerio de Matagalpa, a pocos metros de donde corre la quebrada Agualcás que baja del cerro Apante, uno se topa con una modesta tumba de la que han desaparecido las representaciones del báculo y la mitra que una vez indicaran que quien yace allí había sido obispo. Un obispo que pidió ser sepultado entre los mortales sin importancia, y no bajo la cripta de una catedral, como acostumbran los príncipes de la Iglesia. Es la sepultura de monseñor Octavio José Calderón y Padilla (1904-1972), quien fuera obispo de Matagalpa y Jinotega, de 1947 a 1970. Hasta hoy, el más extenso episcopado desde que se fundó la diócesis en 1924, y —por mucho— el que más se ha hecho sentir en la vida nacional.

Cuando la Iglesia circunscribía su ministerio a la administración de los sacramentos, y sus jerarcas medraban a la sombra de los poderosos, Calderón y Padilla, el primero entre sus pares, protegió a los perseguidos y torturados, defendió a los humildes y fustigó a los corruptos. Intransigente con los curas palaciegos, fue implacable con aquellos que procuraban el favor y las dádivas de generales o senadores. Estuvo entre los padres conciliares del Concilio Vaticano II, que presidió en Roma el Papa Juan XXIII. Fustigó la corrupción, y su dedo índice nunca tembló cuando señalaba con nombre propio a los corruptos, así fuera el comandante, el cacique político, el mismo dictador o un encumbrado miembro de la curia.

A raíz del atentado en que murió el dictador Anastasio Somoza García, monseñor Calderón tuvo enfrentamientos con la Guardia Nacional por reclamar a favor de los prisioneros que atestaban las cárceles del país. En 1959 amparó moral y materialmente a los familiares de algunos de los perseguidos por los sucesos del Chaparral, como Fanor Rodríguez Osorio y Carlos Fonseca Amador; defendió a los estudiantes después de la matanza del 23 de Julio (de 1959); y se interpuso entre los fusiles Garand de la Guardia Nacional que apuntaban, bala en boca, en contra de los manifestantes que un año después, en el Parque Darío de Matagalpa, conmemoraban la masacre de León. Fue el mediador, ese mismo año, que evitó el derramamiento de sangre durante la toma de los cuarteles de Jinotepe y Diriamba y alzó su voz airada exigiendo respeto a la integridad de Doris Tijerino, quien siendo prisionera de la Oficina de Seguridad Nacional, en 1969, tuvo el coraje de denunciar las torturas y vejámenes a que la habían sometido sus captores. En las celebraciones del Primero de Mayo, de ese entonces, no era extraño ver a la cabeza de las manifestaciones de obreros y campesinos a monseñor Calderón y Padilla, no porque tuviera como bandera el Manifiesto Comunista, como decían los voceros del régimen, sino porque era el seguro que imploraban los sindicalistas para protegerse de la represión sanguinaria de la Guardia Nacional. Estuvo en 1970 con el magisterio, en las jornadas por su dignificación; y de nuevo con los estudiantes cuando reclamaban la libertad de los prisioneros políticos, con la primera toma de la Catedral de Matagalpa. Su alero fue el asilo de muchos que huían de la cárcel o la muerte a manos de las fuerzas represivas, como lo ha recreado Chuno Blandón en su novela La noche de los anillos.

Pero sería un error pensar que este hombre de Iglesia fuera un cura de izquierda; al contrario, Calderón y Padilla era de ideas conservadoras; pero entendía que la violencia revolucionaria era engendrada por la violencia institucional y por la injusticia prevaleciente en la Nicaragua de la era somocista.

En sus tiempos la montaña era impenetrable y no existían las actuales vías modernas de comunicación, pero remontó en cayuco el río Coco para llegar a las comunidades indígenas de Bocay; a caballo recorrió las estribaciones de las cordilleras Isabelia y Dariense organizando la Acción Católica Rural, a la vez que alentando a los indios despojados de tierras y sometidos a la servidumbre en las haciendas. No hubo caserío del norte que no visitara en sus giras pastorales. El historiador eclesiástico Edgar Zúñiga cuenta que fue testigo de cómo Octavio José (así firmaba el obispo) retenía en su memoria los nombres de cada una de las personas del campo que en las misiones se acercaban a mojarse en su bendición.

Al asumir el obispado, en marzo de 1947, se encontró con una diócesis desolada donde la ausencia de sacerdotes era crítica. La gente de Matagalpa y Jinotega llegó a considerar como uno de sus aportes más grandes, haber procurado la venida a Nicaragua de la misión franciscana de Asís, en 1951. Los padres italianos que apenas hablaban español, llegaron con un espíritu emprendedor a muchos rincones de ambos departamentos. En Ciudad Darío y Matiguás, en Mui Mui y San Rafael del Norte, en Matagalpa, la obra de los frailes en escuelas, dispensarios, casas comunales, templos parroquiales, campos deportivos, aún pervive; pero sobre todo, en el corazón de quienes los trataron y compartieron con ellos sacrificios y trabajo. Una sencilla placa a la entrada de la casa cural de la iglesia San José, registra el nombre de los primeros franciscanos que vinieron aquel año, y el de monseñor Calderón y Padilla como el obispo que auspició su arribo a estas tierras.

También fue él quien hizo posible la venida de las Misioneras de la Caridad, provenientes de España, para que regentaran el Colegio de Niñas Santa Teresita de Jesús, que su fundadora y propietaria, Lucila Arauz Cantarero, dejó en herencia a la diócesis. A su decisión de dotar a Matagalpa y Jinotega de centros católicos de enseñanza se debió que en esta última ciudad se establecieran los Hermanos Cristianos de La Salle, y el Colegio de las Betlemitas. La educación para Calderón y Padilla era impensable sin la virtud ética que dimana de la disciplina y el estudio. La rectitud la entendía como el ejercicio cívico que todos los días engrandece a la Patria, y la presencia de Dios era consustancial a la estima propia.

Bajo su dirección, el Colegio San Luis de Matagalpa adquirió el sólido prestigio intelectual y moral de que gozó hasta hace algunos años, cuando se caracterizaba por la enorme cantidad de muchachos pobres que estudiaban “becados por monseñor”. El San Luis de entonces fue un centro de élites por la calidad de su personal docente y por la excelencia académica exigida al alumnado, pero sobre todo, por la insistencia en los más elevados principios cristianos, como el amor al prójimo. Es que en su prédica, Calderón alertaba a no confundir la caridad con la justicia; y decía: “si practicamos la caridad damos al prójimo lo que es nuestro, si practicamos la justicia damos al prójimo lo que le pertenece”. Siempre se opuso a que —fuera de los aranceles de colegiatura— se recargara el presupuesto de los padres de familia con contribuciones forzosas para regalos a los sacerdotes o para ampliaciones de la planta física. Y a monseñor Octavio José Calderón y Padilla se debe —entre otras obras— la reconstrucción del imponente edificio de la Residencia Episcopal, donde antiguamente funcionó el Seminario San Luis.

De acuerdo con Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, Calderón y Padilla “como sacerdote fue intachable, como obispo excelente, como hombre no tuvo mácula y como ciudadano fue simplemente extraordinario.” Esas virtudes lo hicieron víctima de la persecución política y la inquina clerical. Somoza lo apodaba “faja roja”, y en alianza con los curas palaciegos y burócratas intrigó ante la Santa Sede, hasta que fue obligado a renunciar a su cargo, a los 66 años de edad, según lo hizo saber él mismo en carta pública del 5 de julio de 1970. Al retirarse del gobierno de la diócesis, las fuerzas vivas de la nación le tributaron un homenaje nacional en el que participaron líderes políticos de oposición, sindicalistas, dirigentes estudiantiles y gremios de profesionales. Ahí, Domingo Sánchez Salgado, “Chagüitillo”, lo llamó el obispo de la dignidad, por su actuación siempre rectilínea, y la cabeza erguida ante el poder y sus halagos.

Al final de su vida pidió que al morir no llevaran su cadáver a la catedral, y que su misa de cuerpo presente se celebrara en la humilde iglesita de Molagüina. Quiso que la extremaunción se la administraran dos sacerdotes que habían sido sus subordinados leales: Etanislao García y Benedicto Herrera, ante quienes se arrodilló para pedirles perdón. Pero no todos sus deseos fueron cumplidos.

A la noticia de su muerte, 2 de marzo de 1972, de las cañadas bajaron entristecidos los indios. Los dobles de campanas de todas las iglesias se dejaban oír cada hora de los días que el cadáver permaneció insepulto. Las radios y los periódicos habían dado seguimiento a su enfermedad y desenlace fatal. Matagalpa se volvió un hervidero de gente que quería manifestar su pesar. De todo el país llegaron curas y monjas, sindicalistas, políticos de oposición, intelectuales y estudiantes.

La Iglesia y el Gobierno temieron que aquel cadáver se levantara como bandera de los inconformes y oprimidos, y no permitieron que las manifestaciones de duelo se salieran de su control. El obispado, junto con el Estado Mayor de la Guardia Nacional y el Partido Liberal Nacionalista, organizaron el funeral. La banda musical de la Guardia Nacional, y la Compañía de Caballeros Cadetes marcando el paso, y la disciplina. La misa fue en la catedral y la concelebraron todos los obispos de Nicaragua, encabezados por monseñor Miguel Obando Bravo, Arzobispo de Managua, y otrora su obispo auxiliar. Monseñor Manuel Salazar Espinosa, obispo de León, pronunció la oración fúnebre de la Conferencia Episcopal. Coros de novicias y seminaristas entonaron el réquiem. El templo abarrotado parecía estremecerse. Afuera las banderas ondeaban a media asta. Arriba de una unidad del Cuerpo de Bomberos el féretro fue transportado hasta el cementerio, y una sirena no cesó de aullar hasta que los restos mortales bajaron a la tumba. Matagalpa no había visto antes semejante pompa fúnebre.

Los opositores al régimen de Somoza fueron, por supuesto, excluidos. En el atrio de catedral fue silenciada la maestra Lucidia Mantilla, cuando intentaba expresar el sentir popular y particularmente el del magisterio nacional; en el cementerio le cortaron la palabra al sindicalista Domingo Vargas, que trató de hacerse oír en nombre de los obreros. El diputado somocista, Juan F. Palacio, fue el orador principal; y el Arzobispo de Managua estuvo de pie junto a la tumba rezando un responso antes que la tierra cubriera los despojos de aquel pastor de tempestades. El último en hablar fue monseñor Julián Barni, destacó la humildad de quien pudiendo ser enterrado en una catedral prefirió quedarse eternamente entre su pueblo. También allí estuvo el Jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional, para dar fe de que el obispo de la dignidad había sido doblegado por la muerte, y que no volvería a incomodar a los cómodos.

Este 17 de agosto se cumplen cien años del nacimiento de ese prohombre del siglo XX. Los hechos que he rememorado nos enseñan que no siempre a las cabezas mitradas las doblegó la corrupción y la indiferencia. Que la letanía escrita por Pedro Joaquín Chamorro Cardenal para titular su Editorial del día siguiente que monseñor murió: “Calderón y Padilla, refugio de perseguidos”, sirva para cerrar este tributo a quien siempre honró su dignidad episcopal.

* El autor es escritor nicaragüense

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