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Sor Juana Inés de la Cruz en una pintura clásica.LA PRENSA/ARCHIVO

Una mirada a la vida de Sor Juana

Sor Juana Inés de la Cruz, la monja rebelde de México, era bella, vivía en la corte como dama de compañía y no quiso casarse; tenía 21 años. Quería saber, no sólo leer o escribir, sino saber En las sociedades occidentales u occidentalizadas, un grupúsculo, cada vez más numeroso, de mujeres tiende a preguntarse hamletianamente […]

  • Sor Juana Inés de la Cruz, la monja rebelde de México, era bella, vivía en la corte como dama de compañía y no quiso casarse; tenía 21 años. Quería saber, no sólo leer o escribir, sino saber

En las sociedades occidentales u occidentalizadas, un grupúsculo, cada vez más numeroso, de mujeres tiende a preguntarse hamletianamente entre: “ser o no ser madre”. La pregunta, en apariencia elemental, (hemos parido sin problemas a lo largo de 32 000 años y más), no es de fácil respuesta, en ambos casos, implica una fragmentación y una pérdida: si la maternidad promete el encierro, la vida sin hijos promete una masculinización profesional. De las dos opciones, muchas mujeres inteligentes optan por la segunda vía… porque son feas y nadie quiso casarse con ellas, le he escuchado decir a más de un hombre inteligente; porque nuestras heroínas —pensemos en Virginia Wolf, en Simone de Beauvoir o en Hannah Arendt— nunca hablaron de hijos, porque son lesbianas (y es una forma de ser hombre) afirman los más liberales o porque “mujer que sabe latín ni se casa ni tiene buen fin”, escribiría hace tres siglos Sor Juana Inés de la Cruz.

Parecería, entonces, que las opciones son irreconciliables, maniqueístas: te casas y tienes hijos porque eres bella, te quedas soltera porque eres fea y sabes latín…. Pero …. ¿Y sí la necesidad de saber trasciende la belleza, el matrimonio e incluso, a veces la necesidad de tener hijos? Algunas mujeres, pocas quizás, han pedido, a los dioses o a dios como Sor Juana, que se apague la luz del entendimiento “dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, (la de los hombres) pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aun hay quien diga que daña… y (añado) la hace rebelde para siempre”.

¿No será que muchas niñas, allende el complejo de Electra, admiran a los padres o los abuelos más que a las sometidas madres (quién quiere parecerse al oprimido), y en queriendo ser hombres se topan con las estructuras invisibles que se opondrán, silenciosas e intangibles, a cualquier rebeldía femenina? Pensemos en la niña Juana que quería ser hombre para poder saber (recordemos que la melena del hombre es la palabra), que le propuso a su madre vestirse de varón para ir a la universidad, que afirmó, con su trabajo, su femineidad aunque no tuviera hijos pues paría ideas como Isis y Delfos (metáforas recurrente en su poesía) y afirmó su pensamiento independiente aunque fuera mujer… Es, quizás, la historia de muchas mujeres, en todo caso, es la vida de la personaja que hoy nos convoca; Juana Ramírez, la peor de todas.

Sor Juana, una occidentalizada

La he llamado occidentalizada porque la cultura de élite novohispana se quiere importada, casi en términos puros, de occidente. Nada la liga a las primeras culturas amerindias, son cristianos de linaje y europeos, pero ellos, estos barrocos desarraigados, son curiosamente quienes inventan todos los símbolos patrios, incluyendo los independentistas, que conforman el México actual. Pienso en la Virgen; en nuestro sincretismo cultural y simbólico, en nuestra necesidad espacial monumental y, sobre todo, en nuestra dolorosa estructura social cuasi de castas. Nuestra occidentalización, remedo de un continente, permanece hasta hoy; así los leídos —y de alguna manera me incluyo— los intelectuales, los artistas e incluso los universitarios en México, tenemos una formación absolutamente eurocentrista; en los últimos tiempos norteamericanizada.

Conocemos bien la historia de Europa, someramente la norteamericana, nos especializamos en Heidegger o Nieztsche, pero poco o nada sabemos de la historia de México. Somos la sombra del cuerpo que son ellos; el nuestro pareciera sigue en construcción. Ahora esto que puede sonar a una critica desde el siglo XXI, en realidad era una creencia Novohispana, donde blanco e indio se sintetizaban como la Guadalupe. Se pensaban europeos, una continuidad de la gran cristiandad medieval, más aún herederos del Imperio Español, aunque detestaran a los peninsulares y al mismo tiempo, sin contrariedad alguna, herederos de los mexicas aunque despreciaran a los indios. Eran hijos de Carlos V y del poeta Nezahualcoyotl, el tlatoani sabio, y vivían al occidente de occidente. Eran El Paraíso Occidental, como titularía, Sigüenza y Góngora, sobrino de Góngora el gran poeta español, su crónica del convento de Jesús María; obra por encargo donde compararía a la monjas con las vírgenes dedicadas a los templos indígenas, a su vez parecidas a las vestales romanas. Eran europeos en América y, los indios, hijos de la décimosegunda tribu de Israel perdida del antiguo testamento.

Pero quizás, el mejor ejemplo de la propuesta criolla y la idea del mundo que tenían los barrocos novohispanos son los arcos que levantaron los dos eruditos de la época a la llegada de los Marqueses de la Laguna a la ciudad de México, en 1680.

Era costumbre desde 1528 levantar arcos a la llegada de los virreyes. Eran arcos de triunfo a la usanza romana, arcos sobre la ciudad sitiada y vencida, y eran el final de una travesía simbólica que iniciaba en El puerto de Veracruz (la primera ciudad fundada por Cortés); pasaban por la República aliada india, Tlaxcala; por la república española, Puebla, y por Otumba, una especie de Granada simbólica, pues era la primera ciudad caída desde la Noche triste. Pero de todos los arcos los más recordados serán el de Santo Domingo de Góngora y el de la Catedral hecho por Sor Juana.

Permítanme detenerme en ellos pues hoy todavía se escuchan reverberaciones de su factura. Mientras, el exjesuita, levantaba un arco intitulado: Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, advertidas en los monarcas antiguos del Mexicano Imperio; Sor Juana, más linsojera, intitulaba al suyo el Neptuno alegórico. Ella comparaba al Marqués de la Laguna con Neptuno, pues era su apellido Laguna y llegaba a administrar una ciudad en una laguna, además aprovechaba para ensalzar la belleza de la Marquesa, a quien le escribiría los poemas más encendidos de su obra (y también donde el morbo contemporáneo, era o no lesbiana, se inspira). Él, en cambio mostraba a los tlatoanis mexicas, incluyendo al dios tribal Huitzilopochtli, como hombres de virtudes principescas, pues eran comparados a los reyes paganos de la antigüedad (Grecia-Roma). Un poco a la usanza renacentista, transformando al indígena muerto en una especie de hombre antes de la caída primigenia. Parecerían contradictorias las propuestas, en realidad son complementarias y buscan sincretizar mitologías distantes en una realidad presente: “Los griegos y los mexicas son lo mismo y a partir de ellos se llega a la gran cristiandad”. Si en ese momento las ideas subversivas de ambos, paganas, no tenían eco en la elite, un siglo después serán el basamento ideológico con las cuales los criollos atacarán a los peninsulares. Más aún la permanencia de Nezahualcoyotl en los billetes mexicanos responde al resurgimiento de la sensibilidad barroca en nuestra sociedad, sobre todo desde que la Revolución mexicana transitó del mito al hecho histórico y nos volvimos democráticos. Los mexicanos hoy seguimos siendo equívocos como Góngora y los ecos de su ambigüedad sigue siendo la nuestra. Por ejemplo durante los disturbios de 1692, después de salvar los archivos del cabildo (la historia de México), acusa al pulque y a los indios de los motines, no a las estructuras políticas vigentes, en cambio alude a su amigo, el cronista Fernando de Alva Ixtlilxochitl, noble texcocano, como el “Cicerón mexicano”.

Regresemos a nuestra monja del paraíso occidental, dos virreinatos atrás, era bella, vivía en la corte como dama de compañía y no quiso casarse; tenía 21 años. “Quería saber, no sólo leer o escribir, sino saber oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e inoportunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico (…) para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo”.

Estaba dispuesta a todos los castigos, los externos como los regaños de su madre cuando a los tres años aprendió a leer mintiéndole a la maestra de su hermana mayor, y los internos, como dejar de comer su golosina preferida, el queso, porque decían que eso provocaba nudos y entorpecía la inteligencia; o aquel en el cual se cortaba el cabello si no aprendía algo de gramática que se había impuesto pues afirma “no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias”. (Se adelantó a Shopenhauer quien afirmaba que pelos largos ideas cortas).

Quería saber, no sólo escribir, saber aunque eso fuera una herejía en tanto mujer, por eso escribe en su respuesta a Sor Filotea: “ Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos.”

Y sin embargo saber no era suficiente pues tenía el don de versificar. Las más de las veces lo hace para halagar a otros, los Virreyes, para seducir a la Marquesa de la Laguna y sobre todo como un delicado equilibrio entre ser monja y ser libre. Sor Juana, si escribía por placer, también lo hacía para granjearse amigos e influencias que le permitieran sobrevivir. Siempre muy cuidadosa, nunca escribió algo que molestara a las autoridades o a la Inquisición, al contrario su poesía está llena de lisonjas, las normales del barroco, y las apropiadas a sus necesidades de libertad. Fue justamente en esta administración de influencias (era muy buena administradora pues durante dos períodos fue electa por sus hermanas como tesorera e la orden), en esta construcción de acercarse a los virreyes para alejar a las monjas y a los confesores, que Sor Juana pudo escribir. Las monjas la molestaban, con sus platicas, sus chismes, sus anodinas vidas cotidianas, pero la respetaban pues ella era el nexo del poder con la orden. Fue también su cercanía con las virreinas la que le permitió cambiar de confesor y liberarse durante más de 10 años del yugo patriarcal Núñez de Miranda.

A la inteligencia de Sor Juana había que añadir que era bella y lo sabía:

Decirte que nací hermosa

presumo que es excusado,

pues lo atestiguan tus ojos

y lo prueban mis trabajos

Son unos versos de la personaja principal de “los Empeños de una casa”; comedia de enredos donde Sor Juana se retrata en Leonor; bella, discreta y pobre como ella, pero con un padre que la protegerá para salvaguardar su honor. En cambio, Juana Ramírez no tiene padre, es un ausente y ella una bastarda. ¡Cuidado! como casi la mitad de los hijos nacidos en el siglo XVII, de familias criollas. Su madre, seguramente una mujer fuerte, hereda del padre, quien muere en enero de 1656, la administración de la hacienda de Papanoayán, y lleva la casa. Esto tampoco debe sonar extraño, pues en un muestreo de archivos del siglo XVI, en las clases altas en Guadalajara, de 346 familias 163 eran encabezadas por una mujer. Hasta aquí Juana Ramírez es una criolla bastante común, pero a los 8 años, en 1656, justo cuando muere su abuelo, lo deja de ser. Dice el padre Calleja que fue enviada a México “a que viviese con un abuelo …” . Pero en la respuesta a Sor Filotea de la Cruz, Juana sitúa el episodio del abuelo y los libros, antes de su partida a México, añadiendo, que cuando llegó a la capital todos “se admiraban no tanto del ingenio cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar”. Sabemos que fue enviada a casa de los Mata, unos tíos ricos, y que 8 años después, quizás por linda, virgen, inteligente y sin dote —la mezcla, toda una bomba— sus tíos le encontrarían acomodo en la Corte de la recién llegada virreina, doña Leonor Carreto, marquesa de Mancera.

Entre la Marquesa de Mancera y los Marqueses de la Laguna, Juana obtiene la protección del Virrey-Arzobispo Fray Payo de Rivera. En una anécdota mças bien jocosa, cuando la madre superiora del convento se queja de la insolencia de Sor Juana por haberle dicho tonta, el Virrey-Arzobispo responde a la queja: “Muéstrese lo contrario y se le hará justicia” .

Al querer saber y no querer casarse la tentaron para monja y supo latín y demás erudiciones y terminó mal. No exactamente por saber latín sino por ser mujer que sabía más latín que un hombre —habría que añadir que no cualquier hombre, un jesuita, y claro no cualquier jesuita, el arzobispo de México— y para que su mancha de género se agrandara lo demostró en una carta pública.

En esta secuencia de hechos: Monja, afirmación de la femineidad (Carta a Sor Filotea) y renuncia aparecen tres hombres en el destino de Sor Juana. A los 21 años el paternal y más tarde cruel confesor Antonio Núñez de Miranda, la incita a entrar al convento, mientras vivía en la corte como dama de la Virreina. Le paga las lecciones de latín y le consigue la dote del convento; 20 años después la obligará a renunciar al mundo de las letras. ¿Por qué a lo largo de 20 años cambia de opinión su confesor? En realidad nunca cambió, era un alma de pescadores, “hoy te prometo para que pertenezcas, mañana te quito lo que prometí”, un político de la religión. Quería, quizás, la inteligencia de Sor Juana para Dios, o someter la inteligencia de una mujer para salvarla de ella misma, de la posibilidad de soberbia que hundió a Luzbel. Eran hombres del barroco, creían. Cuentan que cuando le quitaban los piojos, al terminar comentaba a su ayudante: “mira sólo somos albergue de piojos y sin embargo tanta vanidad tenemos”. En efecto las críticas a Sor Juana, de parte de los hombres, irán siempre en ese sentido, las mujeres si estudian pecan fácilmente de soberbia. Sólo las mujeres, pues los hombres que vivieron protegidos por la Iglesia y se dedicaron a las letras, como Góngora, Lope de Vega y Quevedo, nunca fueron institucionalmente acusados de soberbios

Pero cómo empezó el fin. Sor Juana escribe, por pedido del obispo de Puebla (el segundo hombre de nuestra historia), Manuel Fernández de Santa Cruz, un folleto cuestionando una de las tesis del Jesuita lusitano, y misionero en Brasil (un especie de San Cristóbal de las Casas en Brasil), Antonio Vieira. Sin entrar en detalles ni en polémica la disputa teológica es acerca del amor de Jesús hacia los hombres en tanto hombre o en tanto dios y la importancia de la Gracia. La disputa per se no es fundamental, aún cuando es vieja y oponía, desde el siglo V, a San Agustín y los pelagianos, estos considerados heréticos, hasta el día de hoy. Todo esto no es importante, una discusión teológica más, sin embargo, lo que sí es importante es que Antonio Vieira era muy admirado por el entonces obispo de Michoacán, Aguiar y Seijas, quien competía con el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, por el arzobispado de México. Este último utilizó a Sor Juana en su batalla, no sólo le pidió que escribiera un comentario íntimo hecho en el convento, sino que lo publicó y lo difundió intitulándolo Carta Atenagórica. Al sentirse atacado Aguiar y Seijas, que era famoso por su misoginia y estrictez (prohibió los gallos, los toros, se castigaba continuamente y pedía que las mujeres no se le acercaran), atacó a Sor Juana. De alguna manera había que eliminar tanta osadía, no sólo había atacado sus ideas a partir de un cuestionamiento a Vieira, además lo había hecho bien, como el más docto; pero si eso no fuera suficiente era mujer, era bella y famosa. Fue una carta de más escribiría Paz en su monumental ensayo Las trampas de la Fe, pues desató el principio de su desgracia y, para muchos, la causa de su dejarse morir.

Muchos investigadores, pienso en la obra de Pfandl, afirman que Sor Juana abdicó de las letras porque era menopaúsica y tenía crisis nerviosas (basándose en los últimos dos años de su vida, cuando al deshacerse de su biblioteca, lastimaba su cuerpo con cilicios; usanza de la época, que ella nunca había seguido). A diferencia de Pfandl, y otros textos que se acercan a ese texto desde una perspectiva psicológica, pienso que efectivamente Sor Juana se dejó morir… pero, como Paz, coincido en que fueron una serie de circunstancias que terminaron aislándola y obligándola a protegerse y sobrevivir muriendo.

Ella se mete, sin querer ,en la disputa de dos obispos en pugna por el arzobispado de México, muere el marqués de la Laguna , llega a México el segundo tomo de sus obras, prologado por 7 teólogos, y pagado por la Marquesa, pero es visto más como una osadía que como una protección

Los disturbios del 8 de junio de 1692, debilitan la institución virreinal, situación que es aprovechada por la Iglesia y donde termina de gran vencedor el arzobispo Aguiar y Seijas, su gran enemigo.

Coincido, se dejó morir, estaba sola; sin un espejo, sin otro que la impulsara a continuar. No sólo le impusieron dejar de escribir cosas mundanas sino deshacerse de sus libros y aparatos con los que experimentaba y buscaba el saber.

Leer, saber y escribir son tres estados de búsqueda interior. Si escribir es responsabilizarse de los pensamientos, buscar la mirada de los otros en uno, y leer apropiarse de las palabras de otros sin exponerse; el acto de saber en cambio es una forma de regresar al origen, al útero primero, al principio antes de la expulsión. Para el huérfano ( real o psíquico) o para el exiliado (una de las tantas formas de expulsión) saber es una forma de encontrar un origen, una especie de útero donde protegerse. No es una metáfora moderna, casi todas las culturas antiguas han visto en el cielo un resumen del saber, en las estrellas signos, -signum estrella-, y en sus formas leche amantadora -la vía láctea. Si son muchas nos alimentan, si son pocas nos signan y nos designan, nos significan y nos imponen sino y destino. Esa es la raíz de la antigua religión babilónica que hoy llega a nosotros como astrología, pero es también la raíz de los calendarios chino y mesoamericano, donde las estrellas definen nuestro destino. Así para Sor Juana, como para muchos curiosos del saber, las estrellas y los signos son una forma de reintegrarse al mundo, al universo que nos ha exiliado. Una forma de amainar la soledad del caminante.

La Prensa Literaria

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