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José María Campos. LA PRENSA/Óscar Navarrete

El hombre desahuciado que cuenta historias a niños que sufren enfermedades terminales

Desde hace 14 años, José María Campos es un cuentacuentos a niños que sufren cáncer, deficiencias cardíacas, IRC y madres adolescentes en el Hospital La Mascota. Ninguno de sus riñones le funcionan y tampoco recibe un pago por hacerlo

A José María Campos le cuesta sonreír. Le cuesta tanto que casi todas las noches practica. Solito en su cama ensaya sonrisas para cada ocasión; cuando saluda a alguien en la calle, cuando come con su familia o cuando le cuenta historias todas las semanas a niños que sufren enfermedades terminales.

Para Campos no es fácil sonreír porque sus dos riñones no le funcionan. Cada dos días se hace hemodiálisis, un proceso médico en el que le sacan toda la sangre de su cuerpo para filtrar de toxinas, sales y agua en una máquina que a la vez regresa toda la sangre limpia a su cuerpo mediante un tubo conectado a sus venas. “Es un proceso muy doloroso que me deja agotado todo el día, sin ganas de sonreír”, dice Campos.

Campos, mejor conocido como Chema, llega a la sala de niños con deficiencias cardíacas del Hospital La Mascota, de Managua. Saluda a las madres y padres que lo acompañan. Pide unos minutos para contar una historia y jala una silla para abrir un libro con ilustraciones a colores. Cuenta la historia de un gigante que le impide el paso a un osito.

–Hagan un dibujo que pueda vencer al gigante –les pide a los niños. Unos hacen lanzas, otros tijeras, cortadoras…

Cuando muestra que lo dibujado por ellos dejó al oso pelón, algunos niños se ríen. Los padres casi no. Algunos escuchan atentos, otros duermen en las bancas o se tiran al piso del cansancio. “Siempre me pregunto si los niños que se ríen con este tipo de historias es porque se les despertó un sentimiento de solidaridad o compasión”, dice mientras camina por un pasillo del hospital. “Que descubran estas experiencias por medio de la palabra es extraordinario”, dice.

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En los últimos meses, desde que la pandemia llegó a Nicaragua, Chema casi no visita el hospital. Primero porque su condición renal lo hace más vulnerable. Y segundo y más importante, dice, es para evitar que se contagien los niños. “Yo cualquier día de estos puedo morir”, dice Campos, y agrega: “Tampoco es que no le tenga miedo a la muerte, pero todos estos días que vivo son extras para mí”.

Durante una de sus sesiones con niños. LA PRENSA/Cortesía

Cicatrices

Al finalizar un cuento, Chema habla un poco de historias reales. Les muestra sus brazos llenos de cicatrices. En su antebrazo derecho tiene una pelota inflada que no pasa desapercibida. Por ahí es que le conectan la máquina para filtrar su sangre tres veces a la semana.

–Estos son mis músculos –le dice a los niños mostrándole la pelota que para cualquiera puede ser grotesca.

Algunos niños sonríen y otros se ponen serios. Algunos padres se desperezan para ponerse más atentos. En este momento es que hace una sección de recomendaciones o “trucos” para sobrevivir a su enfermedad. Hoy se encuentra con niños de enfermedades cardíacas, pero en ocasiones visita a los que tienen la misma enfermedad que él: Insuficiencia Renal Crónica.

Hace 14 años a Chema le dieron dos horas de vida. Tenía semanas enfermo, con fiebre, vómitos, sin apetito y deshidratado. En su casa hasta lo habían velado. Necesitaba una hemodiálisis para sobrevivir y tuvo que esperar un día para que un amigo depositara un dinero en un hospital y se la pudieran hacer. Por eso sobrevivió.

Desde entonces se conecta a una máquina unas 144 veces al año para sobrevivir. Sobrevivir, no curarse. Para que pudiera pasar esto necesita un trasplante de riñón, pero en este país no existen donantes. Por esa razón vive con la sentencia de muerte que se hace más evidente cuando fallecen amigos suyos que ha encontrado mientras las máquinas filtran sus sangres.

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Que hoy se pueda ver hablando y contando historias con una sonrisa apenas no ha sido fácil. Durante estos años se ha visto cara a cara con la muerte en varias ocasiones. Las cicatrices en sus brazos son de operaciones que le han hecho de emergencia cuando la fístula, conectada a su vena, se ha quebrado y se ha podido desangrar. Durante las intervenciones ha sufrido cuatro infartos y algunas veces lo han tenido que reanimar con choques eléctricos. Su propia vida puede ser un cuento que lean los niños en unos años.

“Todo es cuestión de química”, le dice a los niños. Chema no habla de la conexión que siente una pareja de enamorados. Habla de algo más real. Por ejemplo, ahora sabe que si se come más de un banano puede tener un colapso de exceso de potasio. O que beberse una taza de sopa o una botella de agua le puede provocar un infarto.

Los riñones en plenitud filtran a través de la orina los excesos en los alimentos que consumimos. Cuando no funcionan, como en el caso de Chema, los excesos quedan en la sangre y eso puede provocar muchos males, entre ellos, la muerte.

Por eso Chema le enseña “estrategias” o “trucos” a los niños que le han funcionado para sobrevivir. Por ejemplo, hoy saca una botella de agua escarchada de su refrigeradora. Se echa una bocanada, mientras enciende la cocina y corta un plátano verde. Cuando el agua se calienta, la expulsa. La sensación fría en la boca provoca que se aminore su sed. El proceso de deshidratación es evidente, pero este hombre ahora sabe que con una cucharada de chía remojada sus células se hidratan rápido.

El jueves en la mañana, mientras le hacían una sesión de diálisis, me mandó una fotografía de un libro de Roal Dahl, autor de obras como Matilda y Charlie y la fábrica de Chocolates, que estaba leyendo. Leer es una de las estrategias que usa para distraerse del dolor que le provoca la diálisis día de por medio. “Yo interactúo con los personajes y cuando miró ya falta poco para terminar”, dice.

En otras ocasiones, escucha música de los años ochenta a alto volumen en sus audífonos. También ya escribió un libro de crónicas personales desde ese mismo lugar. Todo esto para distraerse del dolor. Sin embargo, siempre hay un momento que lo siente eterno: el dolor es tan intenso que es superior a su resistencia.

En área de Cardiología del hospital La Mascota. LA PRENSA/Cortesía

Niño de la calle

Antes de los 7 años de edad, Chema Campos estuvo siete veces preso durante la dictadura de Anastasio Somoza Debayle. Su padre era un guardia somocista de rango y su mamá era una adolescente de Masaya que se dedicaba a vender prendas de fantasía. La pareja terminó mal y se separaron. Por tener más poder, el padre ganó la custodia de Chema y sus dos hermanos. Sin embargo, un día su madre “se los robó” y se los llevó a vivir donde unos hermanos de ella en Loma Linda, en Managua.

En esa casa sus vidas no mejoraron. Chema dice que sus tíos los trataban como “esclavitos”: tenían como 5 años de edad y los ponían a lavar ropa, limpiar la casa, y no les daban de comer lo suficiente. Aguantaron hambre. Todavía recuerda que a las cinco de la mañana llegaban a dejar una bolsa de pan con leche. A escondidas y sabiendas que sus tíos les pegarían después, los niños comían lo que podían porque “el hambre era más fuerte”,

Una mañana su padre llegó en un Becat para recuperarlos. Los trasladó a la casa donde una mujer que era su pareja. En los primeros meses les dieron buen trato. Pero cuando el papá no daba el dinero suficiente porque tenía una amante, Chema dice que los comenzaron a maltratar. Les pegaban, los dejaban sin comer y a un hermano lo hirieron con un cuchillo. “Entonces descubrimos que era más fácil estar en la calle”.

Siendo niños se lanzaron a las calles, con todo lo que eso implica: dormir en una esquina oscura, bajo periódicos y salir en la mañana a buscar que comer. Es decir, pedir o robar algo para calmar el hambre. Ahí también empezó a oler pega para quitarse el apetito. Entonces varias veces su papá ordenaba que lo capturaran para después llevarlos a su casa. Unos días más tarde regresaba a la calle y su papá ordenaba de nuevo otra captura. Así estuvo siete veces. Su papá siempre llegaba a sacarlo.

La séptima no fue la de la buena suerte para Chema. La razón es que su padre no llegó a la cárcel. Un tiempo después supo que no llegaría porque era a mediados de julio de 1979 y su papá huyó de los sandinistas que ya estaban cerca de Managua. Al papá lo capturaron y fue liberado a mediados de los años ochenta. Mientras que Chema y sus hermanos pasaron en la cárcel durante más de un año, hasta que descubrieron que eran niños en prisión y fueron trasladados al Hogar Zacarías Guerra.

En este lugar sacó la primaria y secundaria, aprendió inglés y estudió para sacerdote de la orden de los Hermanos Capuchinos. “José María realiza una labor extraordinaria de humanismo y amor al prójimo”, dijo el padre Joselito, director de la Fundación Hogar Zacarías Guerra.

Desde hace 14 años se dedica a contar historias. LAPRENSA/Cortesía.

Su casa

Chema Campos tiene 49 años de edad, pero pareciera aún mayor. Bajo, menudo y su rostro cada vez más lleno de arrugas. Hoy usa una camisa de botones que está un poco arrugada, un bluyín con unos zapatos cafés. Camina un poco lento y casi no hace bromas ni sonríe. Se nota un poco olvidadizo, a veces se desvía totalmente de la conversación.

Desde que enfermó, su pensión apenas le da para mantenerse. Su esposa trabaja y él se encarga de los quehaceres del hogar. Cocina los días que no tiene diálisis y prepara algo los días que le toca. Dice que lo hace sin problema porque lo distrae del dolor y se siente útil. Le pregunté qué había cocinado de almuerzo el miércoles y por más que lo pensó durante 10 minutos no lo pudo recordar. “Se me están olvidando las cosas cada vez más”, dice, y agrega: “Es la misma enfermedad. A veces vengo a la cocina y después no me acuerdo a qué vine”.

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Chema tampoco tiene listo su funeral. Le preocupa mucho cómo hará su familia para conseguir un terreno y una caja para su entierro. No es porque no les guste pensar en eso, sino porque no tiene dinero para dejar todo listo. Cuando en su casa lo miran ir al hospital le preguntan: “¿Para qué seguís yendo si no te pagan?” El hombre no les contesta porque ya se cansó de que no lo entiendan.

Las cicatrices y la fistula por donde la hacen la hemodiálisis. LAPRENSA/Óscar Navarrete

En una carta dirigida a Chema, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez dice que esta labor “solo puede ser llevada a cabo cuando te colocás en el lugar de esos niños que sufren al igual que sus familiares y eso es lo que hace José María, día a día cuando sus fuerzas se lo permiten”.

–¿Cómo encuentra fuerzas para vivir alguien que está desahuciado? –le pregunto.

Nadie se quiere morir…Yo sé cuando anda la muerte cerca. Pero hay que crear estrategias para estar bien. Primero hay que entender que uno está enfermo. A veces uno se abandona y se decae, pero también pienso que lo que surja es ganancia. Hacer sonreír a un niño en el lecho final de su lucha y despedida no es oportunidad de cualquier humano.

Hace unos meses, en la sala de Oncología, había unos sesenta niños. Todos con sus padres. El ruido normal del hospital con las bocinas dando información. Chema Campos puso su bolso con al menos ochenta cuentos en medio de la sala. Invitó a los niños a que tomaran cualquier libro y leyeran, mientras él caminaba acercándose a los que quedaron sentados. En esta sala es normal que los niños no se rían mucho ni se abalancen sobre los libros. Los padres tampoco están muy atentos; más bien lucen cansados y pendientes de las quejas de sus hijos.

–Ya me voy, ¿o quieren que les lea otro cuento? –preguntó Chema. Generalmente hace esta pregunta cuando mira que su público no le corresponde. Sabe que estos niños tienen muchos dolores y que es muy difícil sacarles una sonrisa. Al fondo de la sala había una niña con su mamá que ni siquiera lo estaba viendo. Sin embargo, cuando Chema hizo la pregunta, la niña movió su pie y la mano derecha para mostrarle que quería escuchar otro cuento.

Este tipo de imágenes no hacen reír a Chema, pero son las que recuerda todas las noches mientras ensaya las sonrisas que mostrará a los niños en el hospital al día siguiente.

*Si usted quiere ayudarle en su lucha puede donar dinero a las cuentas de Bancentro 400501137 en córdobas y 161501436 en dólares. O contactarlo al 8393-6570

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