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Una obra en marcha

Cuando representaba a Nicaragua como embajador en EE. UU. y canciller, uno de mis principales objetivos era proyectar internacionalmente a nuestro país como políticamente estable y atractivo para inversionistas.

Enfatizaba que habíamos superado la pesadilla que fue la década de los ochenta, con su triste derramamiento de sangre de hermanos y con el colapso de nuestra economía y tejido social.

Predicaba un evangelio optimista en donde enfatizaba que Nicaragua no era un país pobre, a pesar de sus horrorosas estadísticas sociales y económicas, sino que empobrecido debido a su historia de tropiezos políticos. Y concluía que nuestro gobierno estaba comprometido con promulgar crecimiento con equidad basado en una colaboración sinérgica entre el gobierno y el sector privado, nacional y extranjero.

Posteriormente, esta visión la continué “vendiendo” como diputado y ciudadano privado hasta 2017. Y pienso que mi mensaje calaba por su sinceridad. Es decir, porque mis interlocutores percibían que genuinamente creía lo que estaba diciendo; porque no ocultaba nuestros “pasivos” como país; y porque me basaba en logros concretos.

Estos incluían el renacimiento de nuestra patria con democracia y reconciliación nacional durante el sexenio de doña Violeta, el crecimiento económico logrado durante la Administración Alemán gracias a su robusto programa de inversión pública, la contundente victoria electoral del ingeniero Bolaños en nuestra tercera elección transparente consecutiva, y el reconocimiento instantáneo de los resultado de los comicios de 2001 por el comandante Ortega.

También me ayudaban en mi “venta” de la imagen de Nicaragua nuestros largos períodos de acelerada expansión económica entre 1950-1978 y 2007-2017. Estos demostraban el potencial socioeconómico de nuestro país y la capacidad de nuestros gobernantes de manejar exitosamente al menos a la economía.

Este récord me permitía postular de manera creíble que a pesar de ser el segundo país más pobre del subcontinente latinoamericano, éramos “una obra en marcha” con un extraordinario potencial.

Debo de confesar que mi optimismo en cuanto a Nicaragua concierne se ha mermado después de abril de 2018. Esto por la gran falla del ADN político que compartimos los nicaragüenses. Me refiero a nuestra inhabilidad de efectuar transiciones políticas pacíficas basadas en consultas populares periódicas y transparentes.

También se ha debilitado porque importantes pilares de esa “obra en marcha” no solo no siguen fortaleciéndose sino que han retrocedido. Estoy hablando del debilitamiento de nuestra institucionalidad gubernamental porque no solo ya no existe la independencia de los poderes del Estado sino que también porque los poderes en sí se han debilitado con la notable excepción, por supuesto, del Ejecutivo.

El caudillismo, que remonta a la época de Pedrarias Dávila, sigue imperando en Nicaragua. ¡Y sigue perjudicándonos!

Está de moda, yo sé, culpar al gobierno de todos nuestros desaciertos. Pero a mi juicio El Carmen tiene algunos “activos” poderosos en su haber incluyendo, por ejemplo, el continuar realizando importantes obras de infraestructura vial. Es más, aún en el campo político, tampoco tiene un monopolio de las dolencias que aquejan a Nicaragua.

Existen también en la oposición que se caracteriza por sus pugnas internas, por su mezquindad, maniqueísmo, y rivalidades personales e ideológicas, y por la búsqueda de “huesos” políticos como único objetivo de algunos de sus miembros. La situación caótica de la oposición desde que se relanzó el diálogo 2.0 en el Incae no es un secreto. Y su inoperatividad ha desilusionado al pueblo nicaragüense y, sospecho, a la comunidad internacional.

Es irremediable el maldito ADN político nicaragüense? No necesariamente. Las debilidades de gobernanza que aquejan a Nicaragua las comparten prácticamente todos los países de nuestro subcontinente desde el Río Bravo hasta Cabo Hornos. Sin embargo, la mayoría de ellos han logrado superar sus débiles instintos políticos, al menos hasta el punto que celebran elecciones periódicas y transparentes que no se cuestionan porque los votos se cuentan, no se asignan. Y todos ellos gozan de un bienestar socioeconómico que Nicaragua no ha alcanzado.

Nosotros también podemos —y debemos— dar el salto políticamente cualitativo de las democracias latinoamericanas. Pero para esto tendremos que reconocer que nadie —ni el gobierno ni la oposición— ha ganado desde abril de 2018. ¡Nicaragua ha perdido! Y tenemos que comprender que para ponerle fin al círculo vicioso de espasmos de crecimiento anulados por episodios de caudillismo, todos tenemos que genuinamente comprometernos a romper con nuestro pasado y reinventar a nuestra cultura política.

Esto requerirá inyectarle colectivamente una fuerte dosis de patriotismo, humildad y madurez y realismo a nuestro ADN político. Y no hacerlo para complacer a fuerzas externas, sino por el bien del pueblo nicaragüense.

En tan solo trece meses, en noviembre del año entrante, tendremos elecciones. Aprovechémoslas para iniciar una histórica metamorfosis providencial nacional. Demostremos en 2021 –el bicentenario de nuestra independencia— que los nicaragüenses podemos liberarnos del pasado oscuro que ha condenado nuestra patria a ser el segundo país más pobre de Latinoamérica ¡prácticamente empatado con Haití!

¿Será fácil lograr lo que estoy proponiendo? Por supuesto que no. Pero tampoco es imposible. ¡Y es imprescindible! El primer paso a dar es comprender que nuestro esquema político actual ya está agotado y que no nos está sirviendo.

Después, debemos comprometernos —todas las “fuerzas vivas” del país— a emprender la modernización política de Nicaragua. ¡Ojo! no debemos pretender corregir a todas nuestras fallas políticas de un solo viaje antes de los comicios. Eso sería un bocado demasiado ambicioso y destinado al fracaso.

Más bien deberíamos de satisfacernos con elecciones libres y transparentes donde nadie perdería todo ni tampoco ganaría todo. Y en donde todos podrán competir en una verdadera fiesta cívica. Solo así podrá Nicaragua dejar atrás dos siglos de empantanamiento y convertirse en la “obra en marcha” que es la llave para alcanzar la gobernabilidad democrática, prosperidad, estabilidad y paz sostenible que es el anhelo de todos los nicaragüenses.

El autor es un comentarista político.

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