Orlando López-Selva.
Los nicaragüenses que creemos en los valores que comparte la gran mayoría de la humanidad: la democracia, el régimen de las libertades, y la economía de mercado, hoy nos enfrentamos a una tragedia terrible: dejar o no que una minoría destruya ese modelo probado y efectivo, y nos postre ante una dictadura.
Casi tres años después de los gobiernos Chamorro, Alemán, Bolaños, todo lo que había quedado y dejado esperanzas, está siendo poco a poco arrancado irrefrenablemente.
El régimen actual no trata de mejorar o de integrar. El razonamiento actual es claro: hay que arrancar todo legado. Hay que destruir la democracia y construir un nuevo régimen. Ahora se construye la Democracia Popular. Ahora se construye la Albacracia.
Pero cuando se hace una valoración de lo que se está cambiando, todo aquello que le sustituye es carente de sustancia. Y únicamente se agregan adjetivos.
No se apuntala la economía de mercado, que tantos éxitos ha tenido para crear mayor riqueza en China, Vietnam, Rusia. Ahora se construye una economía más solidaria.
En ningún país hay una sistema económico más exitoso que el capitalista en el cual se progresa y se hace crecer a la clase media; y que a pesar de su reciente crisis, rápidamente ha enmendado sus errores. Aunque acá se le siga achacando al “capitalismo salvaje”, cualquier encarecimiento de los alimentos, aumento de la pobreza, mínima inversión pública o extranjera, devaluación galopante, o aumento del riesgo-país. La culpa la tienen los otros: los que tienen éxito, los que generan riquezas y las reparten bien entre sus ciudadanos. Pero a los pobres y seguidores de la nueva dirigencia albácrata se les dice no lo que la ciencia económica enseña, sino lo que la ideología impone. Porque lo importante no es la verdad, sino la justificación para construir un sistema que reparta migajas y arrebate las libertades.
Si las fuerzas opositoras marchan por las calles, la burguesía está provocando al pueblo. Pero si los seguidores del Gobierno se toman todo —¡y con protección policial!—, las masas se tomaron las calles.
Si el presidente Uribe en Colombia se postula para un tercer mandato en Bogotá (¡algo inaceptable para la democracia!), se dice que se está construyendo una dictadura. Pero si se hace en Venezuela o Bolivia se está respetando la voluntad popular.
Si los hondureños decidieron valientemente hacer prevalecer su Constitución, y quitar al presidente Zelaya, la oligarquía se impuso. Pero si se hiciere en Venezuela o en Bolivia, se diría que el imperialismo y la derecha oligárquica le impiden al pueblo escoger su propio modelo de desarrollo.
Si EE.UU. se mete en Afganistán es imperialista. Pero si los rusos se meten en Chechenia, o los chinos en el Tíbet, estas últimas potencias defienden la autodeterminación de los pueblos.
Los partidos izquierdistas europeos acogieron con humildad las críticas contra ellos después de 1989; y se movieron hacia la moderación. Aprendieron a ser más tolerantes, y su lenguaje lo hicieron más universal, y menos ideológico. La viveza de la izquierda moderada está en que no justificaron sus deslices, sino que introspectivamente, se dieron cuenta que los adversarios también tenían mucho de la razón.
¿Por qué una minoría nos tiene que hacer desistir de la democracia universal para seguir el camino desaprobado y dictatorial de la Albacracia?
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