El lunes de esta semana, el Gobierno reunió en la Cancillería al cuerpo diplomático extranjero acreditado en Managua, para convencerlo de su rechazo a la amnistía que han propuesto los parlamentarios liberales con el fin de proteger al diputado Eduardo Montealegre y al ex presidente Arnoldo Alemán, de la persecución del régimen de Daniel Ortega por medio del Poder Judicial que es usado como instrumento de represión política.
Pero es muy probable que los diplomáticos extranjeros más bien se persuadieran de lo contrario que quería el Gobierno. O sea que quedaran convencidos de que tal amnistía es necesaria, aunque no en general e indiscriminada sino específicamente para proteger a las víctimas de la persecución política del gobierno, es decir, sólo para Montealegre y Alemán.
Seguramente los diplomáticos —como muchos nicaragüenses— no estarán convencidos de que esa amnistía sería ortodoxa y éticamente virtuosa, pero, como dicen los proponentes liberales, en las circunstancias actuales pareciera ser la única manera de librar a Montealegre y Alemán del chantaje político-judicial del presidente Ortega, al menos por ahora.
Ciertamente, al ver los diplomáticos a los funcionarios del régimen orteguista con los rostros desfigurados por el odio, mostrando no un razonable afán de justicia sino una irracional mala intención de liquidar judicialmente a sus adversarios políticos; sabiendo los embajadores, como sin duda lo saben, que en Nicaragua no hay verdadera justicia sino un aparato judicial corrupto y politizado; y viendo además la grotesca campaña de difamación personal contra las víctimas de la represión orteguista, que ha sido desplegada en las calles y en los medios de comunicación oficialistas, lo lógico es que los diplomáticos extranjeros se convencieran de lo contrario que quería el gobierno.
Además, a los diplomáticos extranjeros les debe haber impresionado negativamente, la gran hipocresía de quienes en el pasado reciente dictaron amnistías a su favor —para dejar en la impunidad innumerables robos, asesinatos y otros crímenes comunes que no tenían nada que ver con motivaciones políticas—, pero ahora se rasgan las vestiduras ante la propuesta de amnistía para proteger a los dos líderes liberales de la represión y el chantaje del gobierno de Ortega.
En realidad, lo lógico y normal es que las personas acusadas por delitos comunes contra el Estado y los particulares, quienes quiera que sean, respondan ante los tribunales de justicia para que estos los juzguen y dicten los veredictos que conforme a derecho correspondan. Además, tratándose de líderes políticos lo meritorio es que acudan voluntariamente ante los tribunales para demostrar su inocencia o pagar por su culpa, según sea el caso. Y si la cárcel merecen los acusados porque los tribunales comprueban los delitos que se les imputan, pues a prisión tienen que ir.
Sin embargo, para esto es preciso que a los acusados se les respete su derecho fundamental al debido proceso y ante todo que los jueces y magistrados que los juzguen sean independientes, neutrales, profesionales y honestos. De otra manera esos acusados no serían sometidos a un verdadero juicio, sino a un linchamiento político encubierto como proceso judicial. Sería lo mismo que los juicios nazis, los procesos estalinistas y los tinglados judiciales castristas.
El derecho al debido proceso está consagrado —y se supone que garantizado— por la Declaración Universal de Derechos Humanos que en su artículo 10 dice: “Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o haga el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”. Y el artículo 11 establece que: “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa”.
Además, este derecho se encuentra establecido —y supuestamente asegurado— también en el artículo 8 de la Convención Americana Sobre Derechos Humanos, e inclusive en el artículo 34 de la Constitución de Nicaragua. Pero aquí, en manos de Daniel Ortega todo eso es como papel mojado.
Los diplomáticos extranjeros saben muy bien que una de las bases fundamentales de la democracia es la independencia e imparcialidad de la justicia, para lo cual debe ser impartida por jueces y magistrados decentes y honorables. Lo cual no es precisamente el caso de Nicaragua.
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