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Una mañana de denuncia

—¿Éste fue muchacha?— preguntó el oficial moreno y menudo mientras señalaba al muchacho que iba en la tina, echado como perro y al cuidado de otro oficial. Él era. Ni supe cómo fue que lo capturaron. Ni quién había avisado a la Policía. No tenía mi cartera. Al parecer se la llevó el otro, el de camiseta roja, que escapó y estuvo contestando las llamadas a mi celular de la manera más descarada. —No te preocupés, ya le vamos a dar su calentadita para que suelte lo que sabe— dijo el oficial con un tono burlón.

En un par de segundos, mi tradicional mañana de trabajo con café negro, revisión de correos electrónicos, bromas de doble sentido y lectura de periódicos, se transformó en una alucinante visita a la estación de la Policía. Ni siquiera tuve tiempo suficiente para reflexionar sobre lo que había ocurrido cuando me encontré viajando en una patrulla cuyo vidrio trasero hecho añicos amenazaba zafarse completamente y rodar quién sabe por dónde.

—¿Éste fue muchacha?— preguntó el oficial moreno y menudo mientras señalaba al muchacho que iba en la tina, echado como perro y al cuidado de otro oficial. Él era. Ni supe cómo fue que lo capturaron. Ni quién había avisado a la Policía. No tenía mi cartera. Al parecer se la llevó el otro, el de camiseta roja, que escapó y estuvo contestando las llamadas a mi celular de la manera más descarada. —No te preocupés, ya le vamos a dar su calentadita para que suelte lo que sabe— dijo el oficial con un tono burlón.

De inmediato, abrió la puerta de la camioneta y se montó en la tina. Desde mi asiento sólo logré escuchar la voz del policía y el sonido de su mano chocar con una mejilla. ¡Plas! ¡Plas! Una y otra vez. Todo mi nerviosismo parecía haberse alojado en mi estómago que no paraba de hacer sonidos y movimientos extraños.

En la delegación, una mujer gorda, de colochos cortos y corte varonil, cejas pintadas como caricatura, sombra de ojos rosa pastel y dedos adornados con múltiples anillos, tecleaba pasivamente frente al monitor, mientras, de fondo, Marc Anthony suplicaba que le recuerden en una melosa canción romántica. Me atendió de mala gana, con una expresión de gata mal humorada. Pidió detalles subrayando con sus gestos el poco interés que mi caso le inspiraba. Quise ponerme en sus zapatos y tratar de entender por qué a esta mujer de abundantes rollos abdominales y uniforme ajustado le importara un bledo mi denuncia. No lo logré. La odié un poco por su pasividad y sus preguntas. Hablaba entre dientes y si le pedía que me repitiera lo que había dicho, lo hacía casi gritando de muy mal modo y con una expresión que iba entre la repugnancia y la holgazanería.

—Tu cédula.

—Triple ocho, veintiocho…

—Dámela— interrumpió groseramente.

—Señora, me acaban de robar. ¿Usted cree que yo tengo mi cédula?— dije con hastío.

Sólo varios minutos después me libré de su presencia.

Varias personas indeseables se cruzaron en mi camino la mañana de ese lunes, desde las nueve de la mañana, cuando un mano áspera y curtida por el sol se atravesó violentamente entre mi brazo izquierdo y las asas de mi cartera. Quise pensar que era una mala broma, de esas que a veces te juega algún conocido en la calle. Pero cuando tuve el chance de reconocer que los dos jóvenes que se cruzaban tranquilamente la calle hace unos segundos, se habían convertido ahora en dos delincuentes que amenazaban con enterrarme en el costado un filoso puñal, mi mente se rindió ante la realidad y mi estómago empezó a moverse raro, aún tratando de digerir el desayuno junto a la reciente impotencia que me dejaron esos ladrones.

En los 20 minutos diarios de mi casa al trabajo, siempre barajé la posibilidad de ser una de las tantas víctimas. Correr como loca podía ser una buena salida, aunque nunca fui buena en las carreras; otra opción era que mi bolso, como por arte de magia, se encontrara adherido a mi brazos con pega loca, así los ladrones hubieran tenido que esforzarse un poco más para arrancar mis pertenencias.

De un momento a otro estaba en la estación, siguiendo un proceso burocrático extenuante, oyendo a mi estómago rugir como tigre enojado. La segunda parte del proceso incluyó a un oficial bonachón, educado y bromista que mejoró un poco mi ánimo. Nos dirigimos hacia un cuarto donde debía reconocer nuevamente al tipo capturado. Luego de un pasillo de paredes sucias, oscuridad deprimente y ecos de voces masculinas reprimidas en las celdas, el policía me indicó que entrara a un cuarto con una ventana sellada por un vidrio desde donde podría reconocer a mi victimario. Del otro lado, otro agente metió casi a la fuerza a varios sospechosos. Me asomé con temor por la ventana, desde un lado, pues no tenía la seguridad de que desde el otro cuarto no me estuvieran observando.

— Ajá, ¿reconoces cuál es?—me preguntó el bonachón.

—Claro, el de camisa blanca— le digo y agregué, —aunque se cambió el pantalón por un short.

—¡All right!— exclamó sonriendo para luego alejarse.

Recobré el sentido del humor y hasta me reí un poco cuando llegamos a una oficina compartida por varios policías.

—Jodido! ¡Ya son la una de la tarde y no me he hartado!— se quejó una mujer de voz chillona, la misma que después empezó a darle bromas al oficial bonachón.

—Cuidadito estás enamorando a la muchacha ¿oíste? Que ella viene a poner denuncia no a que la enamores, si no le voy a decir de las tres mujeres que tenés.

—¿Qué? ¡Tas loca! Yo sólo una señora tengo, que es la que está en la casa— ríe. —¡A menos que vos seas una de las otras dos!

Entre bromas y risas, el oficial terminó de redactar mi declaración y me hizo estampar una firma en los papeles recién impresos. Ni un minuto más en ese lugar bochornoso y deprimente. Mi estómago logró calmarse un poco, mis sentidos volvieron a la normalidad, pero la seguridad que hasta hace poco sentía es probable que no regrese más. Esos ladrones me la arrancaron junto con mi cartera, mi mañana de trabajo y un ansiado almuerzo. b

La Prensa Domingo

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