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El acordeón y la crisis

Españoles y portugueses han tenido que rebajar un 5 por ciento el salario de los empleados públicos y aumentar los impuestos al consumo (IVA), pero no será suficiente. En España el sector oficial está sobredimensionado. El país padece una exagerada multitud de empleados públicos que acaso duplica o triplica las necesidades reales. Hoy, cuando el desempleo alcanza al 20 por ciento de la población activa, uno de cada cinco asalariados recibe su sueldo del Estado. Eso quiere decir que los trabajadores españoles del sector privado, que es donde radica el grueso del aparato productivo, tienen que pechar por medio de sus impuestos con una carga inmensa que limita su capacidad de generar excedentes. La relación causa-efecto es obvia: a más carga pública, menos recursos para crear empleo productivo y producir bienes y servicios para beneficio de todos.

Los griegos amenazan con quemar Atenas para protestar contra la austeridad que les imponen los prestamistas. Sería inútil. Ese acto bárbaro no los exoneraría de someterse a la única regla económica inevitable: el monto de la riqueza que se gasta, a corto o largo plazo, está condicionado por la riqueza que se produce. Durante cierto tiempo es posible burlar este principio por medio de malabares contables, como han hecho los gobiernos griegos tramposamente, o por los préstamos o las dádivas que se reciben, pero al final no hay otro destino que ajustar gastos e ingresos, como sabe cualquier adulto que ha manejado un simple presupuesto familiar.

Españoles y portugueses han tenido que rebajar un 5 por ciento el salario de los empleados públicos y aumentar los impuestos al consumo (IVA), pero no será suficiente. En España el sector oficial está sobredimensionado. El país padece una exagerada multitud de empleados públicos que acaso duplica o triplica las necesidades reales. Hoy, cuando el desempleo alcanza al 20 por ciento de la población activa, uno de cada cinco asalariados recibe su sueldo del Estado. Eso quiere decir que los trabajadores españoles del sector privado, que es donde radica el grueso del aparato productivo, tienen que pechar por medio de sus impuestos con una carga inmensa que limita su capacidad de generar excedentes. La relación causa-efecto es obvia: a más carga pública, menos recursos para crear empleo productivo y producir bienes y servicios para beneficio de todos.

¿Hay algo que aprender de estas crisis? Sí, pero son lecciones que casi nadie quiere asimilar. No son agradables. Por ejemplo, sería muy útil acotar constitucionalmente las prerrogativas de los gobiernos prohibiéndoles endeudar a la sociedad más allá de ciertos límites y, al mismo tiempo, para que sólo puedan cobrar cierto porcentaje del PIB en calidad de impuestos. Según algunos expertos, ese porcentaje no debe exceder al 20 para que el tejido empresarial consiga ahorrar e invertir convenientemente. Por el mismo procedimiento, podría legislarse la cantidad de empleados públicos con el objeto de limitarlos a una franja de entre el cinco y el diez por ciento de la fuerza laboral. Lo que no quiere decir que el Estado renuncia a ofrecer ciertos servicios que juzga indispensables, sino que los brinda mediante la modalidad de concesionarlos al sector privado para que puedan reducirse o desaparecer en caso de presentarse una disminución imprevista de los recursos disponibles.

Los gobiernos, incluso los más honrados, tienen una enorme capacidad potencial para crear las crisis y, en cambio, muy pocos instrumentos para solucionarlas. Son prisioneros de sus compromisos electorales, de la clientela política a la que deben contentar y de las reglas demagógicas que aprueban para mantenerse en el poder. Ganan votos cuando “dan”, no cuando ahorran. Cada “conquista social” que consagran genera unas obligaciones permanentes que no tienen en cuenta las imprevisibles fluctuaciones que se derivan de las catástrofes naturales, las innovaciones tecnológicas, los hallazgos científicos, las burbujas especulativas, los cambios demográficos, las guerras, y cada una de las mil variables que afectan el desempeño de la economía y merman o aumentan nuestra capacidad productiva. La inestabilidad no es un estado excepcional de la actividad económica: es la regla. El pretendido equilibrio espontáneo es una fantasía de los economistas. Lo único que podemos predecir con total certeza es que en el futuro seremos afectados por alguna crisis importante, producida dentro o fuera de nuestras fronteras, que nos obligará a tomar medidas excepcionales.

Por eso es tan importante que el Estado sea ligero y flexible, y, como el acordeón, se estire y encoja rápidamente para poder adaptarse a circunstancias cambiantes sin afectar la raíz del aparato productivo, que es la única fuente de oxígeno con que contamos. Mientras más obligaciones permanentes tengamos, mientras más nos aferremos a patrones de consumo que no podemos sostener, más difícil será superar las coyunturas adversas y continuar el camino hacia mayores cotas de prosperidad y confort. Sabemos que en los países donde impera la libertad económica cada generación suele vivir mejor que la anterior, pero también sabemos que ese trayecto está lleno de contramarchas e incertidumbre. Para transitarlo es indispensable viajar ligeros de equipaje. b

La Prensa Domingo

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