Por Eduardo Cruz
Era mi primera noche como “planchador” en la maquila John Garment, en la zona franca de Los Brasiles. Al tipo que me enseñó a usar la plancha no le tomó más de 10 minutos hacerlo.
La plancha era grande y pesada. Estaba conectada a un aparato por medio de al menos cuatro alambres que hacían más complicado el uso. Apretándole un botón le salía una cantidad suficiente de vapor que, al pasarle encima al pantalón y sin tocarlo, a unos dos centímetros de distancia, lo dejaba completamente liso con una sola pasada de derecha a izquierda.
A mí me resultó un problema la segunda parte del proceso, es decir, cuando había que pasar la plancha de regreso, de izquierda a derecha sobre el pantalón, pues la prenda de vestir se me ajaba más de lo que estaba cuando yo no la había tocado.
A las 8:00 de la noche, cuando ya tenía una hora de estar “planchando”, me di cuenta que había planchado apenas siete pantalones. A mi derecha, el más cercano de mis nuevos compañeros llevaba 42 planchados y que él era uno de los más “lentos”.
A las 8:30 de la noche comencé a sentir sed. El rostro lo tenía sudado. Unos chinos pasaban presionando para que nos apresuráramos con la producción. Yo había leído en las noticias que en las zonas francas no había permiso ni para ir al baño, pero yo veía a cada rato pasar a los demás planchadores al baño. Aún así, me abstuve de abandonar mi puesto de trabajo.
A las 9:00 de la noche ya no soportaba la sed y también sentía un fuerte deseo de orinar. Nuevamente me dirigí hacia mi vecino más cercano y le pregunté si podía ir al baño. “Claro”, respondió. “Aquí ganamos por producción”, agregó, dándome a entender que a los patrones de la zona franca lo único que les importaba al final del turno era la cantidad de pantalones que yo había planchado.
No me demoré mucho en el baño. Hice un conteo y supe que llevaba 18 pantalones planchados. No le quise preguntar a mi vecino cuántos llevaba él, pero aproveché que me preguntó si yo era nuevo en el “negocio” para yo también preguntarle a qué hora era la cena. “Estamos lejos, es a las 12:00 ( medianoche)”, me dijo.
Yo había almorzado temprano ese día. Rápidamente me pasó por la mente que no iba a soportar la espera. Ni siquiera una botella de agua tenía a mi lado.
El supervisor llegó a cambiarme el tipo de pantalones que yo estaba planchando, pues ya había advertido que me estaba costando mucho avanzar con la tarea. Los pantalones que me llevó eran más fáciles de planchar, pero siempre tenía el mismo problema de que se me arrugaban cuando la plancha venía de regreso.
Cuando faltaban cinco minutos para las 12:00 de la medianoche una china se acercó y comenzó a gritar: “A comel, a comel”, pero yo no le entendía. A través de mi vecino me di cuenta que era la campanada para ir a cenar. Casi tiré la plancha y salí a buscar la comida que la esposa de un primo mío me había preparado.
El locker donde había dejado bajo llave la comida estaba como a dos cuadras de donde yo me encontraba planchando, así que debía correr porque solo teníamos 40 minutos para comer. Pero la muchedumbre de trabajadores era tanta que poco a poco tenía que abrirme paso, casi igual como cuando se camina en el corazón del mercado Oriental en un día lleno de compradores.
Cuando llegué al locker no podía creer lo que me estaba pasando. La llave no abría la puerta. Le daba vueltas con fuerza, la sacaba, la volvía a meter poco a poco tratando de abrir con “maña”, la presionaba hacia adentro, pero nada. Ya casi al borde de la desesperación, y después de cuatro minutos de intento, finalmente logré abrir y sacar la comida. Me dirigí al comedor que estaba a los pocos metros y me senté a comer.
Todos reían, conversaban mientras comían, pero yo estaba solo, no conocía a nadie. Me sentía cansado y con sueño, a pesar de que previamente a la entrada al trabajo y como forma de preparación me había dormido toda la tarde.
Exactamente me había llevado a la boca el cuarto bocado cuando la misma china que nos había anunciado la hora de cenar, nuevamente comenzó a gritar: “A tlabajal”. Esta vez sí le entendí, pero estaba estupefacto. Eran los 40 minutos más rápidos de mi vida. Apenas me había sentado a comer y ya tenía que regresar al planchador.
Esa madrugada fue terrible. Debí pasar ocho horas de pie frente al calor de la plancha. No se me olvida la fecha: 20 de julio del año 2004. Al final de cuentas fue una fecha de suerte. Esa madrugada tocaba pago y la hora de salida fue a las 4:00 de la madrugada. Si hubiese sido un día normal, la salida habría sido a las 6:00 de la mañana.
Cuando le entregué mi tarea al supervisor, este contó 52 pantalones planchados. Me quedó viendo y dio la vuelta sin decirme nada. Mi vecino planchó 440 pantalones.
Al salir vi el mar de personas que trabajan en las diferentes maquilas de noche y madrugada en la zona franca de Los Brasiles. Había algunas parejas que salían abrazadas y besándose. Yo no tenía ánimos más que para llegar a la casa y acostarme a dormir. ¿Cómo podían ellos estar abrazándose y besándose?
Ya en la calle frente a la zona franca había personas vendiendo comida: gallo pinto, tortilla, carne asada, maduro con queso. ¿Vas a querer amor?, me decía una señora. Yo andaba el dinero justo para el bus. Ese día no recibí pago. Lo más sorprendente fue ver toldos atestados de electrodomésticos, pues las empresas que venden al crédito colocan sucursales “portátiles” a la salida de las maquilas.
Lo peor lo vi después, cuando me senté junto a una pared a esperar a que terminara de amanecer para abordar un bus que me trajera a Managua. Unas 15 cantinas estaban abiertas y repletas de trabajadores de las maquilas, quienes llegaban como hormigas a gastar el sueldo que acababan de recibir.
Cuando llegué a la casa me acosté con todo y ropa y me dormí. Me levanté a las 3:00 de la tarde. Quise alistarme para a las 5:00 nuevamente salir para la John Garment, pero no tenía fuerza y me quedé en la casa. Al día siguiente, 21 de julio, yo mismo me obligaba a continuar, así que me alisté y me dirigí a Los Brasiles.
Cuando llegué me reporté con el supervisor, quien me dijo que aunque no había llegado la noche anterior todavía conservaba el empleo. Me dirigí al planchador, pero cuando vi la plancha de nuevo, fue como que había visto al mismísimo diablo. Salí corriendo hacia fuera y abordé un bus que venía de Chinandega a Managua. Si hubiera tenido hijos tal vez no me habría escapado. La John Garment nunca me pagó los 52 pantalones que planché en el único turno que le trabajé, tal vez porque yo nunca me volví a aparecer ni 100 metros a la redonda de aquella maquila.
Periodista
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