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Usted no podrá escapar de Steve Jobs. Y no me refiero a la magnitud de la cobertura periodística sobre la muerte del fundador de Apple la noche del miércoles. Este grado de atención suele estar reservado para estrellas de rock, íconos del cine o políticos carismáticos, no para geniecillos de la computación. Pero Jobs no era su nerdo habitual. Su “pensar diferente” cambió al mundo del entretenimiento.

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Juan Carlos Ampié

Usted no podrá escapar de Steve Jobs. Y no me refiero a la magnitud de la cobertura periodística sobre la muerte del fundador de Apple la noche del miércoles. Este grado de atención suele estar reservado para estrellas de rock, íconos del cine o políticos carismáticos, no para geniecillos de la computación. Pero Jobs no era su nerdo habitual. Su “pensar diferente” cambió al mundo del entretenimiento.

Dejando a un lado la computación personal, Jobs fundó los estudios Pixar en 1986, sobre las bases de una subsidiaria de Industrial Light and Magic que se dedicaba a la animación digital de efectos especiales. Dos años más tarde, ganaban su primer Oscar con el cortometraje animado Tin Toy . En 1995 estrenan su primer largometraje, Toy Story , que redefinió el gusto del público familiar. 20 años más tarde, era tan poderosa que Disney compró la compañía y le cedió el control de sus estudios de animación, todo para asegurarse los lucrativos derechos de distribución de sus filmes.

Su mano invisible está también en buena parte de las películas en cartelera. A principios del 2000, las computadoras Macintosh eran herramientas de rigor para diseñadores gráficos. No le bastó, y se lanzó a conquistar el nicho de los editores de vídeo. El software de edición no lineal Final Cut Pro corría en una computadora de escritorio de precio accesible, a una fracción del costo del estándar de la época, el sistema Avid. El legendario Walter Murch editó Cold Mountain (Anthony Minghella, 2003) en FCP. Consiguió así su sexta nominación al Óscar por editor, y no miró atrás. Buena parte de la industria lo siguió.

Pero su influencia decisiva está en la manera en que consumimos productos de entretenimiento. Su primer frente fue la música. El iPod acabó con la venta de discos compactos y cimentó un nuevo paradigma, que se extiende al consumo de productos culturales. Lo concreto ha caído. Vivimos en el plano de lo virtual. Para bien y para mal, ahora es perfectamente aceptable ver una película o una serie de TV en la mínima pantalla de un iPhone, o leer “La Guerra y la Paz” en un iPad.

Jobs solo seguía los instintos de la gente, que favorecen la conveniencia sobre la fidelidad del sonido o la definición de la imagen. Encontraba productos con potencial, los mejoraba y los vendía a un precio premium. La computadora de interfaz gráfica existía antes de la primera Mac. Hubo discos duros móviles que reproducían canciones convertidas a MP3 antes del iPod. Las pantallas táctiles existían antes de la iPad. Pero Jobs hacía propias las tecnologías al reinventarlas en productos de hermoso diseño, de uso fácil e intuitivo. El público lo agradece profundamente. Por eso, ahora, ve gente llorando a la puerta de las tiendas Apple. Perdieron a un amigo que pensaba mejor.

La Prensa Domingo Apple computación Steve Jobs archivo

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