Arturo Cruz Sequeira, académico del Incae y exembajador del gobierno de Ortega en los Estados Unidos, días antes de las elecciones instó al CSE a corregir las anomalías en que estaba incurriendo y a conducir el proceso electoral con “fluidez impecable”. El doctor Cruz insistió en evitar a toda costa el “bochorno electoral” (el robo descarado) de los comicios municipales del 2008, a fin de no estropear las relaciones con Washington y Europa.
No le hicieron caso. Las elecciones no tuvieron los “lunares”, irregularidades o excesos de los militantes zelotas que alegan algunos, sino las manipulaciones, trabas y trampas en gran escala —casi un millón de votos contados sin fiscales del PLI— denunciadas no por políticos nicaragüenses de oposición, sino por un organismo tan neutral como la comisión de observación de la Unión Europea. Es cierto, como dice Roberto Rivas, que lo afirmado por dichos observadores “no es palabra de Dios”. Pero es una palabra infinitamente más creíble, profesional e independiente, que la desprestigiada palabra del señor Rivas, acólito de Ortega y coautor del “bochorno” del 2008.
- Es difícil entender por qué prefirió el orteguismo asumir los costos y riesgos de unos comicios turbios, a la alternativa radiante de una victoria inobjetable.
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Se podrá discutir, todavía, qué tan sucias fueron las elecciones. Para algunos fueron un fraude que alteró sustancialmente los resultados. Para otros fue algo menor, que se limitó a inflar los votos de los ganadores. La ausencia de un tercio de las actas para cotejar los resultados, hará quizás imposible encontrar la respuesta —a diferencia de las elecciones municipales en que se documentó detalladamente el robo—. Pero de lo que no cabe duda es que las elecciones no tuvieron la “fluidez impecable” que recomendaba vehementemente Arturo Cruz.
Esto último es lo más extraño. Si el orteguismo estaba cierto de su victoria aplastante, ¿Por qué no se esmeraron en seguir el consejo de Cruz e incurrieron en la letanía de irregularidades documentada por la UE y otras agencias? Ortega y Rivas hubiesen podido abrir de par en par las puertas a todos los observadores, sin trabas ni exclusiones, acreditar a todos los fiscales del PLI, cedular por parejo a todos los ciudadanos e instruir a sus disciplinados militantes a respetar el voto.
Si Ortega contaba con la simpatía de más del 60 por ciento del electorado, unas elecciones buenas, sin ser perfectas, hubiesen avalado y legitimado su triunfo y facilitado la continuación de la importante cooperación internacional. Lo que hoy se perfila, en cambio, es una atmósfera emponzoñada llena de incertidumbres y más lejos que antes del ideal de reconciliación y paz que pregona la primera dama. No sabemos lo que pasará con la cooperación externa, pero el riesgo de que disminuya se ha incrementado.
Realmente es difícil entender por qué prefirió el orteguismo asumir los costos y riesgos de unos comicios turbios, a la alternativa radiante de una victoria inobjetable. No son muchas las explicaciones posibles: una es que no estaban tan seguros de su triunfo y prefirieron no arriesgarse. Otra es que ambicionaban el control total de la asamblea. Otra, posiblemente la más débil, es que desde hace tiempo se había montado el andamiaje de un fraude, desde la cúpula del CSE hasta las bases del partido, y que era difícil desmontarlo, aún a sabiendas de su popularidad.
Cualquiera que fuese la explicación, ya sea porque actuaron deliberadamente o por torpeza, lo que emerge es una dirigencia política que posiblemente perdió una oportunidad de lucirse, y que prefirió el lodo, e incluso la sangre —porque ya comenzaron los lutos— con el fin de asegurar o expandir su poder político.
El autor es sociólogo y fue ministro de Educación 1990-1998.
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