Daniel Ortega hizo un gran error al erigir un monumento a Rigoberto López Pérez, cuyo aniversario acaba de cumplirse este pasado 21 de septiembre. Yo lo objeté en su ocasión en tres artículos, insistiendo en que no es cristiano, moral y conveniente, glorificar el homicidio, aún cuando sea para liberar a un pueblo de las garras de un tirano. Advertía además que tales monumentos no educaban para el civismo sino para la cultura del revólver.
Ahora que Ortega ha demostrado que está dispuesto a buscar su reelección, en forma indefinida, es posible que el mismo abrigue dudas sobre la sabiduría de haber erigido una estatua a un hombre que pasó a la historia, precisamente, el día en que el presidente Somoza aceptó la reelección que le ofrecía una alborozada convención liberal.
Para decirlo sin rodeos: las reelecciones tienen la propensión a generar desgracias. Lo vemos claramente en nuestra historia. El período más tranquilo de nuestra vida nacional fue el de los treinta años, cuando uno tras otro, cinco presidentes entregaron la banda presidencial al final de su período y se fueron a su casa. Por el contrario, los períodos más agitados —y sangrientos— han estado directamente vinculados al virus reeleccionista.
Después de la guerra nacional (1857), el primer gobernante obstinado en reelegirse, a pesar de la prohibición constitucional, fue Tomás Martínez. Le valió el alzamiento armado de Máximo Jerez, a quien derrotó pero dejando el campo tachonado de cadáveres. “Primera reelección”, como decía PAC (Pablo Antonio Cuadra), “y primer derramamiento de sangre”. El período pacífico de los treinta años terminó, justo cuando Roberto Sacasa buscó un segundo período, desatando la revolución que llevó a Zelaya al poder en 1893.
Pero el general Zelaya no aprendió. A pesar de haber promulgado una Constitución opuesta a la reelección, hizo que la asamblea suspendiera temporalmente los artículos que la prohibían y se recetó un período más: estalló entonces la revolución liberal de occidente, en 1896, y luego otra conservadora en 1899. Venció, obviamente con sangre, y siguió reeligiéndose con la consecuente multiplicación de rebeliones hasta su derrocamiento violento en 1909.
En 1925 Emiliano Chamorro forzó su regreso al poder a través del “Lomazo”, provocando el entierro de su partido y la gran guerra constitucionalista de 1927. El siguiente obstinado fue Anastasio Somoza García. Tras su primer período (1937-39) logró que la asamblea le obsequiara otro hasta 1947. Cuando comenzó a maniobrar para reelegirse otra vez, provocó las marchas y agitaciones de 1944, que lo convencieron a dejar la Presidencia en 1947 pero no el control de la GN, desde la cual quitó y puso presidentes. En 1950 volvió a ser reelecto, lo que provocó la conspiración del 4 de abril de 1954. La aplastó con sangre y el 21 de septiembre de 1956 proclamó su candidatura para un nuevo período. Esa misma noche Rigoberto López Pérez frustró sus planes.
Su hijo Anastasio Somoza Debayle tampoco aprendió. Se hizo reelegir en 1974 y cinco años más tarde fue derrocado en medio de un baño de sangre que finalmente le salpicó a él, cuando un comando le asesinó en Paraguay, el 17 de septiembre de 1980.
El futuro es muy difícil de prever, aunque la historia enseñe la facilidad con que se repiten las cosas. Pero sí puede afirmarse, con seguridad, que Nicaragua, y la misma familia Ortega Murillo, tendrá un futuro más despejado y feliz, si en lugar de empeñarse en el camino incierto y oscuro de las reelecciones, surcan la ruta segura y soleada de la alternancia en el poder.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
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