“La acumulación de todos los poderes, ejecutivo, legislativo y judicial en una sola mano es la verdadera definición de tiranía”. James Madison, Federalista 47, 1788
A pesar de que nuestra Constitución pretende establecer una separación de poderes, la manera en que establece la elección de los diputados conduce a la concentración del poder y en efecto anula la separación de los poderes.
Como es ampliamente conocido, nosotros tenemos que votar “en plancha”. Cada partido presenta una lista de candidatos en una papeleta y nosotros votamos por los candidatos del partido de nuestra preferencia. No podemos votar por un candidato del FSLN, otro del PLI y otro del PLC. O votamos por todos los candidatos de un partido o no votamos por ninguno.
La boleta de cada partido tiene tantos candidatos como escaños hay en la Asamblea y los diputados se eligen en proporción a los votos obtenidos por su partido. Digamos que hay cien escaños y tres partidos. Supongamos que un partido obtiene 45 por ciento de los votos, otro el 35 por ciento y el tercero 20 por ciento. Al primer partido le tocarían 45 diputados, al segundo 35 y al tercero le tocarían 20, en proporción a los votos obtenidos.
Los diputados salen electos en el orden en que aparecen en la lista de sus respectivos partidos. Así, solo los 45 primeros de la lista del primer partido y solo los primeros 35 del segundo y los primeros 20 del tercero saldrían electos. Evidentemente, el interés vital de los candidatos es aparecer en los primeros puestos de la lista de sus respectivos partidos para asegurarse un escaño.
¿Quién decide el orden de los candidatos en las listas? Tradicionalmente, esta ha sido la prerrogativa de los caudillos, usando el sistema del famoso “dedazo”. Los caudillos de los partidos formulan las listas de diputados sin consultar al pueblo. Y el pueblo vota sin conocer a fondo a los diputados.
Las consecuencias del sistema son fatales para la democracia, porque conduce al fraccionamiento de los partidos y a la concentración del poder. Los políticos saben que para ser electos tienen que asegurarse un puesto alto en la lista de un partido. A todo político que no logre aparecer entre los primeros puestos de su partido le conviene formar un nuevo partido o unirse a un minipartido para colocarse a la cabeza de una lista y mejorar así sus probabilidades de ser electo diputado.
Pero el más grave defecto de nuestro sistema es que conduce a la concentración del poder, ya que demanda lealtad absoluta de los diputados hacia sus caudillos, so pena de caer en desgracia. Consecuentemente, los diputados casi sin excepción votan en bancada. Para ellos, lo importante es obedecer al caudillo. Si algún diputado vota en contra de los deseos de su caudillo o partido, la venganza no tarda en llegar. Los diputados, por lo tanto, tienden a votar según las directivas de los caudillos y de los partidos.
La elección de los diputados por el sistema proporcional, unido a la potestad que nuestra Constitución le concede al presidente para nombrar a los magistrados, conduce a una enorme concentración del poder y sitúa al pueblo a merced de un puñado de personas (una, en la actualidad). La Constitución es más apropiada para una oligarquía, que para una democracia. De allí, el poder del “dedazo”.
El presidente somete a la Asamblea los nombres de tres candidatos para cada magistrado de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo Supremo Electoral y la Asamblea escoge a uno de los tres candidatos. Si los diputados no son independientes del presidente, la Asamblea nombra al candidato que el presidente prefiere y así este puede controlar los tres poderes con toda facilidad y establecer una verdadera tiranía. Los diputados esencialmente transfieren su poder decisorio a los caudillos, dejando al país en manos del presidente y de los dos o tres caudillos jefes de los partidos. James Madison, principal autor de la Constitución de los EE. UU. lo previó y nuestra historia lo ha confirmado.
Para establecer una auténtica separación de poderes es necesario romper el vínculo entre diputados y caudillos y fortalecer el vínculo entre diputados y pueblo. Necesitamos adoptar un sistema que nos permita elegir individualmente a los diputados, lo cual facultaría al pueblo para sancionar o premiar a los diputados directamente, según su actuación. Estos objetivos se lograrían adoptando el sistema uninominal de elegir a diputados, como se estableció en la Constitución de 1893, conocida como la Libérrima.
Bajo este sistema, los diputados se eligen en forma parecida a la que elegimos a los alcaldes. El país se divide en distritos electorales de más o menos igual población cada uno y cada distrito electoral elige a su diputado, así como los habitantes de un municipio eligen a su alcalde. Esto conduce a que el pueblo, no los caudillos, decida el destino de los diputados. Además, sienta las bases para una verdadera democracia representativa y una fuerte separación de poderes. Si tuviéramos la oportunidad de hacer un solo cambio a nuestra Constitución, este sería el cambio que yo haría.
El autor es economista.
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