¿Sabe usted cuál es el sector de nuestra población que sufre la tasa más alta de desempleo?: el que obtuvo educación universitaria. ¿Sabe cuál es el segmento cuyos ingresos globales han disminuido durante los últimos diez años? El de los universitarios.
Investigaciones del Banco Mundial indican que el desempleo entre los graduados de la educación superior nicaragüense se aproxima al 30 por ciento, mientras que el de los que no completaron secundaria es diez y el de los técnicos seis. También muestran que los universitarios pertenecen al único segmento poblacional cuyos ingresos reales han disminuido últimamente.
¿Qué sugieren estas cifras? La explicación a primera vista es que las universidades están produciendo más graduados de los que absorbe el país; que hay un desfase entre oferta y demanda educativa. Pero la explicación se complica cuando uno entrevista a miembros del sector privado y se encuentra que muchos se quejan, tanto de la escasez de ciertos profesionales, como de la falta de capacidad de los titulados. El problema parece ser pues que las universidades no solo están graduando profesionales para los cuales no hay mercado, sino muchos profesionales mediocres.
Hace poco encontré en un libro del psiquiatra e intelectual nicaragüense Simeón Rizo Castellón, ( Caudillos y Acaudillados ) una frase lapidaria sobre nuestra educación superior: “En Nicaragua la educación universitaria es una estafa única en el género de estafas, pues es una auto estafa; donde el estafador y el estafado están de acuerdo, pensando que pueden engañar a la vida o al mercado, donde se miden las capacidades y los fracasos”.
¿Exagerado? Quizás, pero es una percepción muy extendida entre personas de criterio. Claro, lo ideal sería contar con indagaciones objetivas sobre la eficacia de nuestras universidades, pero estas no se hacen. Esto en sí mismo es un síntoma alarmante de ineficiencia, pues bastaría investigar las tasas de empleo e ingresos entre los egresados de distintas carreras —como hace ya Costa Rica— y medir la calidad educativa o profesional de los mismos. El CNU (Consejo Nacional de Universidades) tiene a su favor centenares de profesores que ostentan maestrías y doctorados y un presupuesto anual de ocho millones de dólares para investigar. Si no averigua la eficacia de su gestión es o porque teme conocerla, o porque sus administradores o líderes no tienen capacidad de gestión —desconcertante—, también, porque pocas cosas tan importantes en el manejo institucional como saber medir resultados, más aún cuando lo que se maneja es mucho dinero público.
Nicaragua viene gastando en su educación superior un porcentaje presupuestario mayor que el de cualquier nación centroamericana. Actualmente representa una cuota de aproximadamente 130 millones de dólares, que ha venido creciendo a un ritmo mayor que los magros recursos destinados a la desafortunada primaria, cuya participación en el PIB disminuyó en el presupuesto del 2013. La multiplicación de recursos ha ido acompañado del crecimiento alocado de carreras y matrículas. Hoy existen 650 carreras por encima de las 24 que existían en 1972, además de 828 planes de estudio y 360 titulaciones, y una matrícula de casi 180,000 estudiantes, por encima de los 7,972 de 1972. Impresionante. El problema es que todo se ha hecho sin planificación o análisis y sin medir la contribución diferenciada de estos programas al desarrollo nacional.
Basta de volar y gastar a ciegas. Lo menos que podría esperarse de la cúpula educativa es que maneje sus considerables recursos con la máxima racionalidad y rentabilidad social. Se lo deben a la ciudadanía, que los subvenciona con sus impuestos, y a los centenares de miles de niños que se quedan fuera de las aulas, porque los fondos no alcanzan para ellos. El autor es sociólogo, fue ministro de educación (1990-1998).
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