Pensar bien es condición indispensable para lograr el progreso. Las ideas o formas de entender las condiciones que lo favorecen tienen grandes consecuencias. Las buenas promueven prosperidad. Las malas, pobreza. ¿Cómo distinguirlas? La buena noticia es que es fácil. No requiere dominio del cálculo diferencial ni cursos de filosofía avanzada. Basta querer aprender de la experiencia. Es aplicar el precepto bíblico de “por sus frutos los conoceréis”.
El primer paso es determinar cuáles son las sociedades más prósperas, pacíficas y tranquilas, aquellas donde la gente prefiere vivir. Si se dificulta el acuerdo sobre cuáles son estas —aunque no debería ser tan difícil verlo—, una solución humilde y práctica sería tener en cuenta la opinión de los pobres. Ellos la expresan continuamente con sus pies: basta ver a qué países buscan emigrar. Podrán ser naciones llenas de corporaciones codiciosas y grandes desigualdades, pero si allí es donde quieren ir, sus razones tendrán. ¿Hay algo más elocuente que eso?
El siguiente paso es averiguar qué han hecho dichos países para ser tan atractivos. Podría así descubrirse un común denominador de ideas socioeconómicas, políticas, prácticas culturales, institucionales, etc., que explican gran parte de su éxito y de las cuales pueden sacarse lecciones. De particular interés sería analizar las políticas que han seguido los países que han saltado de la pobreza a la prosperidad en las últimas décadas.
Suena simple y lógico y de hecho lo es. Hacer estos ejercicios evitaría muchos errores y avanzaría la causa de los pobres; en América Latina y en todo el mundo. Las universidades podrían ser semillero de estos análisis e iluminar con sus resultados a los políticos y a sus sociedades.
La mala noticia es la persistente propensión de muchos habitantes del planeta a rehusar el análisis lógico y aferrarse a mitos. El ser humano tiene como distintivo su racionalidad. Pero es un don o facultad que habita un ser fracturado, cuyas pasiones o desórdenes internos siempre tratan de sacudirse de su imperio y subvertirla, poniéndola a su servicio. Cuando esto ocurre la inteligencia ya no se usa para encontrar la verdad sino para encubrir o justificar (racionalizar) impulsos o escogencias irracionales. Pasa entonces lo que también dice otro pasaje bíblico: “Tienen ojos y no ven, oídos y no escuchan”.
En la década de los sesenta y setenta millares de jóvenes, intelectuales y teólogos soñaban con la revolución marxista. Todavía no había colapsado el bloque socialista, pero ya existía el muro de Berlín. Alemania era el laboratorio viviente donde los dos sistemas rivales convivían a centímetros uno del otro, separados por una pared. Pero mientras los habitantes del lado socialista arriesgaban sus vidas por escapar al capitalista, nadie buscaba la dirección opuesta. Razón por la que el gobierno comunista tuvo que construir la muralla gigantesca para retener o aprisionar su población. Era una realidad elocuente pero muchos no la veían.
Esa desafortunada propensión, de ver solo lo que se quiere ver, es un problema que no se resuelve con una educación limitada a la transmisión de conocimientos o al desarrollo de habilidades. Porque para ver la verdad no basta cultivar la inteligencia sino el deseo de encontrarla. Y esto requiere, junto con lo anterior, el desarrollo de las virtudes morales. Tarea ascética empinada, porque no todas las verdades complacen nuestras apetencias, a pesar de ser las únicas capaces de llevarnos a la libertad y la paz. Ellas están allí, fáciles de acceder, esperando que nos decidamos para hacernos más feliz.
El autor es sociólogo, fue ministro de Educación.
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