Rigoberto DIAZ/AFP
Buena parte de la ropa y demás bienes importados llegan a la isla por viajeros cubanos que los adquieren principalmente en Estados Unidos, Panamá, México y Ecuador, pero también en España e Italia. La ropa importada es muy demandada pues la gente la prefiere por su mejor precio y calidad.
La boutique “Milano” de Miramar, barrio de La Habana donde hay numerosas embajadas, ofrece modelos exclusivos de ropa femenina de excelente factura y precios convenientes.
“Empezamos bien“, dice Carmen Mora, madre de una de las dos socias, quien explica que el vestuario es confeccionado en la misma tienda, por lo que no tienen nada que temer.
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“No vamos a cerrar el negocio”, declara en tono enérgico la comerciante cubana Naida Martínez, en desafío al anuncio del gobierno de Raúl Castro de que multará a los privados que venden ropa importada.
“Estamos en desacuerdo con esa medida, llevamos tres años vendiendo sin problemas y bajo la ley, y ahora nos dicen que se acabó”, añade Martínez, una actriz de 32 años que tiene un kiosco de ropa en la calle Galiano, una de las más concurridas calles comerciales de La Habana.
“La venta de productos de factura industrial, o comprados en el exterior por modistas o sastres, plomeros y productores o vendedores de artículos varios de uso del hogar, constituirá una infracción y llevará a la aplicación de una contravención”, advirtió el martes la viceministra de Trabajo, Marta Elena Feito.
En la isla hay miles de trabajadores por “cuenta propia” como Martínez, que tienen licencia de modista o sastre, pero que en la práctica venden ropa importada, un negocio floreciente que había sido tolerado por las autoridades comunistas. Ninguna tienda, kiosco o puesto callejero de ropa ha cerrado en La Habana, aunque el Gobierno informó el martes que la medida “entró en vigor para su ejecución inmediata”.
BALDE DE AGUA FRÍA
“Estamos esperando que vengan a explicarnos lo inexplicable, pero cerrarnos no puede ser la solución”, dice Ledibeth Sánchez, de 29 años, que vende ropa en la calle Galiano.
Su kiosco, instalado a la entrada de un estacionamiento de autos, es compartido por otros cinco comerciantes y es muy precario: no tiene cartel publicitario, está protegido por una malla de alambre y las prendas están apiladas en perchas colgadas de dos tubos.
“Esa medida nos afectará muchísimo, de hecho me quedo sin trabajo”, dice Omara Cambas, de 46 años, una exdirigente nacional de la Juventud Comunista que abrió hace tres meses “Atelier Pasarela”, en el barrio El Vedado. “La esperanza que tenemos es que nos den un plazo para poder salir de esta mercancía”, agrega.
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