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El Cazador

El cazador echó una última ojeada entre los riscos lavados por la humedad, limpió con la bota la vereda cubierta de piñas de pino para observar la tierra: debía estar maciza y tiznada por la escarcha que cubría la arena; se zafó el guante derecho: un rasgado hería la capa de musgo en el tronco de una picea negra, bien podía tratarse de una abertura natural sobre la corteza, a veces el frío hiende los árboles.

Javier González Blandino

El cazador echó una última ojeada entre los riscos lavados por la humedad, limpió con la bota la vereda cubierta de piñas de pino para observar la tierra: debía estar maciza y tiznada por la escarcha que cubría la arena; se zafó el guante derecho: un rasgado hería la capa de musgo en el tronco de una picea negra, bien podía tratarse de una abertura natural sobre la corteza, a veces el frío hiende los árboles. Luego descendió sobre un escarpado guiado por el borboteo del río, debe estar a poco trecho, veinte metros siguiendo ese rastro de piedras ensuciadas por el légamo. Se recostó en una peña de imprevisto, le había parecido distinguir una pisada que huye, un golpe de mano abriéndose paso entre los matorrales.

Tensó el rifle sobre sus manos, echando atrás el percusor con lentitud: tenía que girarse y disparar de inmediato a lo que fuera, aunque eso implicara el hundimiento de toda una vida de búsquedas, y su propia muerte. Este podía ser ese momento, una mezcla de odio y desconsuelo. La alarma le había revivido el punzón en la muñeca, lo sentía ahora que sostenía el rifle con ímpetu. Se giró con esa habilidad animal en sus asaltos, pero no disparó, un automatismo cinegético lo contuvo: no era nada, solo una castaña vacía, un piquituerto perdido de la bandada. Se acercó hasta lo que parecía un rastro en la tierra, tomó un terrón entre los dedos y lo estuvo olfateando con detenimiento: no cabía la menor duda que era una huella de alce, perfectamente distinguía el olor del excremento que el animal había arrastrado en sus pezuñas anchas y separadas, igual a la cavidad en el suelo. Volvió a la peña para recostarse, un poco más aliviado, entonces sacó la pipa y dio unas bocanadas placenteras, entrecerrando los ojos, contemplando entre las junturas de las ramas el cielo turbio y volátil de la taiga. Amigo viento, pronto harás correr esas nubes hacia el otro lado de las montañas, necesitamos de calor, la tierra lo necesita, mira como está de amoratada y aterida; no te quejes ya amiga, escucha que pronto hará buen sol para nosotros, dijo y trazó en el suelo un garabato sinuoso con la pipa.

Entonces fue que sucedió: se sintió observado desde las frondas palpitantes, trazado por unos ojos oscuros, un murmullo seco que hendía la taiga; empezó a correr con los sentidos borrosos, sin atender a los bejucos espinosos que le herían el rostro y los antebrazos; cursó el río forcejeando con el agua hasta la cintura, batallando contra el camino agrietado y sus propios jadeos febriles.

Huyó sin detenerse, una hora o más; los músculos empezaban a entumecérsele mientras contemplaba de reojo las hojas de los árboles que se tornaban ocre, pero entonces sintió el acecho destructor casi a su lado y tropezó penosamente con unas raíces torcidas: de bruces se arrastró como una bestia herida en los costados y aterrorizado, con las manos temblorosas —había empezado a oscurecerle la piel— comprobó al llegar al borde de un peñasco los restos de otro campamento: había otro hombre en aquella selva además de él. Ahí estaba ese otro trazo ondulado en la tierra húmeda, escoria reciente entre las rocas.

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