Joaquín Absalón Pastora
Fueron muchas las expectativas trazadas por la imaginación antes de que se produjera el encuentro de los obispos con Daniel Ortega. El preludio del espectáculo más tupido en la superficie mediática, motivó —provocó— infinitud de deducciones, rayanas algunas en la evasión como la de preferir la ausencia a mostrar el rostro al gobernante que ha concentrado los poderes del Estado, en una sola e individual sala ejecutiva.
Según los rotundos en el escepticismo, los obispos se exponían a perder el tiempo con la actitud de dejar en la soledad las responsabilidades espirituales para tomarse una foto junto al poderoso que servirá seguramente para dar oxígeno más fluido a la respiración del mandamás. Claro, resultaban inevitables y estaban presupuestadas en el presupuesto de gastos de la vanidad, las luces de la cámara en la plena absorción de las efigies protagónicas, y más la foto oficial haciendo énfasis de tolerancia y santidad en el despacho presidencial.
Dentro de las muchas consideraciones impresas en las páginas de los periódicos y tiradas al aire y la pantalla de los medios electrónicos, fueron pocos los políticos que tuvieron la prudencia de no implicarse con sentido figurativo en la reunión, dejando a los obispos la responsabilidad del temario, de los puntos claves del drama, los cuales debían ser expuestos con la frescura vital de la palabra transitando en la ruta del bien común. La posición de dejar todo el planteamiento a los obispos en una demostración de justificada confianza, sin ninguna sugestión o sugerencia de los partidos políticos de oposición fue anunciada por el presidente nacional del Partido Liberal Independiente, Eduardo Montealegre, luego de ser unánimemente aprobada por el Comité Ejecutivo Nacional, influenciado por la lectura e interpretación de un excelente artículo de Cristiana Chamorro y publicado en la página de opinión del diario LA PRENSA. Su criterio fundamentaba las razones por las cuales los partidos políticos no debían ocupar palcos de primer nivel en este importante capítulo de la reciente historia de Nicaragua. Solo había que amalgamar a la humildad tan extraña en el perfil ideológico partidario, con el reconocimiento a la autoridad de la Conferencia Episcopal, cuya raíz está sembrada en el fondo de la moral. “Servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios”, nunca voceros de la soberbia terrenal. Felizmente cuajó el lema de dejar los argumentos a disposición de los conocimientos y experiencias que ellos también tienen de la realidad nacional, el cual penetró en la conciencia de las organizaciones sociales no partidarias. No necesitaban los obispos ninguna voz detrás de la espalda que les pidiese incluir algún esquema olvidado. La Familia, “Patrimonio de la Humanidad”, los problemas sociales, los derechos humanos, el empeño evangelizador, políticas del gobierno, el mundo marginal de la Costa Atlántica y la crisis de la institucionalidad, motivo para el silencio y una sintomática evasión, punto confiado a la agenda de un diálogo nacional, fueron expuestos en un documento válido para su implementación.
No podía eludirse el tema de la pobreza. No divagó la petición por las nubes. Bajó a la tierra, sede comprobada de su dolor, víctima del enriquecimiento de los demagogos y sicofantes. En síntesis las cartas pastorales fueron puestas en la mesa que debe ser pronto enriquecida con la presencia de los buenos hijos de Nicaragua sin permitir que el tardado tiempo oprima a la esperanza.
El autor es periodista.
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