Hay un poema de Pablo Antonio Cuadra que debería leerse cada 19 de julio. Lo escribió inspirado en la algarabía que causó el derrocamiento de Somoza; aquel momento en que pareció brillar la aurora de un futuro feliz: la tiranía había sido derrotada, los idealistas con fusiles iban a crear el hombre y la sociedad nueva, y con ella la injusticia y la opresión quedarían enterradas para siempre. Mas el poeta, con su profunda intuición espiritual, percibió una realidad oculta a los ojos de la mayoría:
“Vi a los gráciles, gárrulos y/ Excitados pájaros lacustres/ Danzar con ingenua alegría/ Alrededor del cadáver de la Serpiente/ Como si el mal hubiera con su Muerte terminado/para siempre”.
“Así el pueblo saltó a las calles/ Jubiloso agitando banderas/ Creyendo que un hombre solo/ resumía su daño/ Danzando al sol/ Mientras en la grieta oscura de uno o dos corazones/ Calladamente anidaba la nueva tiranía”.
A 35 años de distancia ya hemos comprobado, unos con espanto, otros con cinismo, cómo no surgió ni hombre nuevo ni sociedad nueva; cómo los líderes y la sociedad de hoy se parecen cada día más a los de ayer; cómo parece reencarnarse, bajo nuevos nombres y rituales, la sombra del somocismo que se pensó extinto.
Es la lección de siempre; advertida por Cristo pero ignorada por Marx: que el mal —las injusticias, la opresión, etc.— tienen su origen más íntimo en el corazón del hombre. El apóstol Santiago lo expresó con claridad en su única carta: “¿De dónde vienen las guerras y peleas entre ustedes? Pues de los malos deseos que siempre están luchando en su corazón”.
El planteamiento sabio y profundo, de que para cambiar el mundo hay que cambiar primero al hombre, de que no es posible construir una sociedad buena si sus miembros son malos, o justa si sus miembros son injustos, ni solidaria si sus miembros son egoístas, fue típico del mensaje cristiano a través de los siglos.
Más con el advenimiento de la modernidad, y sus respectivos sociologismos y psicologismos, se comenzó a proponer lo opuesto. Lo dijo primero Rousseau: el hombre era bueno por naturaleza pero la sociedad lo corrompía; el mal no estaba en él sino en su entorno. Luego vino Marx: la opresión y desgracias del hombre tenían su raíz en las estructuras políticas y económicas. Había pues que cambiarlas radicalmente para liberarlo; la destrucción del capitalismo y la construcción del socialismo permitirían construir un futuro feliz, libre de opresión y pobreza. Entonces surgiría el hombre nuevo, altruista y solidario.
Obviamente no ocurrió. Incluso autores no cristianos, procedentes de la izquierda, lo habían advertido; como George Orwell, quien en su deliciosa novela Rebelión en la Granja narraba como los animales, líderes de una revuelta contra los humanos, terminaban comportándose exactamente como estos.
Pero en la Nicaragua de los setenta grandes sectores de la población llegaron al convencimiento ingenuo, como el de las aves de PAC, que la serpiente —Somoza— encarnaba el mal y que eliminado brotaría el amor y la paz. Muchos creyeron a Marx, incluyendo los teólogos de la revolución, quienes proclamaron como deber cristiano luchar contra las estructuras injustas del capitalismo y sumarse a la revolución.
Hoy esas voces, desacreditadas por los hechos, han perdido vigencia. Pero tras ellas quedó una horrible estela de cadáveres y destrucción, cuyo sacrificio tendría sentido si contribuyese, al menos, a no olvidar lo que en su momento eclipsaron la euforia y las ideologías: que para mejorar la sociedad hay que mejorar primero al hombre.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.
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