El ser humano está hecho para crecer y cuando nace se encuentra que su misión es caminar y construirse constantemente. En nuestras manos tenemos una serie de dones y posibilidades que no podemos esconder porque en ellos está nuestro crecimiento y es en ese esfuerzo permanente por multiplicar nuestros dones que está el secreto de nuestro crecimiento. A los primeros seres humanos Dios les dice: “Crezcan y multiplíquense”.
Todos somos pequeñas semillas, llamadas a dar abundantes frutos. No nacemos perfectos; lo nuestro es caminar hacia la cima de la perfección constantemente y a la que se debe de llegar por nuestro propio esfuerzo y deseo de superarnos. Hay que hacerla y construirla constantemente y nadie mejor que nosotros mismos. A medida que nos vayamos conociendo, en esa medida nos daremos cuenta de que estamos hechos para crecer. Es por eso que decía San Agustín: “Conócete, acéptate, supérate”.
Hoy vivimos en una sociedad difícil de que se nos haga tomar conciencia de que estamos en este mundo para hacer y construir constantemente en beneficio de todos. Cada vez se hace más difícil el desarrollo de nuestros valores y cualidades. Prefiere adormecernos antes de enseñarnos a luchar para que todos podamos desarrollar nuestras cualidades y talentos en beneficio de todos.
Estamos cayendo en la ley del más mínimo esfuerzo y es que el que no adelanta, retrocede. No queremos arriesgar o no nos interesa complicarnos la vida. ¡Es mejor que los demás se mojen antes de que me moje yo! Tememos al compromiso como le dio temor a aquel que solo había recibido un solo talento y lo escondió en tierra (Mt. 25, 24-25).
Jesús nos hace ver que no podemos dejarnos llevar por el miedo que nos encadena, nos empobrece y anula. Lo nuestro es crecer y desarrollarnos cada día más y no solos sino en compañía con los demás hombres. San Lucas nos dice que “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc. 2, 52).
Jesús nos llama a todos a no contentarnos nunca con lo que somos; por ello nos pone una meta que jamás nos permite ser mediocres, ni conformarnos con lo ya conseguido: “Sed perfectos como mi padre celestial es perfecto” (Mt. 5, 48). A quienes han luchado en su vida por multiplicar sus talentos Jesús les alaba y les dice: “¡Bien, siervo bueno y fiel; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor” (Mt. 25, 21.23).
Dios no quiere que seamos mediocres arrastrándonos por la arena de este mundo. Dios nos ha dado nuestro mundo y nuestra vida para crecer y multiplicar.
Tengamos presentes que el futuro tiene muchos nombres: para el débil es lo inalcanzable, para el miedoso es lo desconocido y para el valiente, la oportunidad.
El mañana será mejor, no por quienes se cruzan de brazos por miedo a que se les complique la vida, sino por quienes hoy se siguen esforzando y multiplicando sus talentos, aunque ellos no vean el fruto de su sudor.
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