Sobre una camilla de la Cruz Roja yace doña Petronila. Tiene 80 años. No puede caminar. Hace un mes se quebró el fémur, la operaron y ha llegado por segunda vez al hospital donde está afiliada para ver si la atienden. Tal vez hoy tiene suerte.
“Ahora sí me van a atender, ¿verdad?”, pregunta con el rostro esperanzado.
En el pasillo, justo en la entrada de lo que antes era una casa y que ahora funciona como clínica, la anciana espera mientras el guarda de seguridad del lugar corre de un lado a otro. No hay camilla en el área de Atención al Jubilado. Hay que buscar dónde “prestar” una. Tal vez en Emergencias.
El tiempo pasa. El guarda aún no regresa y los cruzrojistas se impacientan.
—¿Cómo que no hay camilla? ¡Se supone que esto es un hospital! —cuestiona uno de ellos.
Después de cuarenta minutos, la jefa de Atención al Jubilado ordena que acuesten a la anciana en una camilla estática que hay dentro de uno de los consultorios. Ahí la atiende una doctora que está asignada para recibir a todos los jubilados que olvidan sus citas o llegan sin haber programado alguna.
Muy amable la recibe, lee el expediente, la epicrisis y pregunta qué tal le ha ido. Pero también, muy honesta dice: “No soy ortopédico”, así que luego de anotar en el expediente pide que la lleven a Emergencias, “ahí tienen que pedir que llegue un ortopédico para que le hagan las placas y la valore”.
—Solo esperen que traigan la camilla para que la trasladen. Para mientras, voy a seguir atendiendo a mis pacientes—se disculpa y llama al siguiente.
Cinco pacientes han pasado y la camilla no llega. Sobre la cama, doña Petronila ha escuchado los males de otras personas y sigue esperando. Seguramente el guarda de seguridad anda corriendo por los pasillos del hospital buscando desesperado una miserable camilla.
Una hora después, llega el hombre apurado con el artefacto, pero no hay enfermeros en la zona. La doctora sale del consultorio y pide ayuda. Otros pacientes que lucen más sanos se acercan y junto con el guarda de seguridad, mueven a la anciana de una camilla a otra.
¿Y ahora? Hay que llevarla a Emergencias, allá, en el otro edificio.
Bajo el sol de las diez de la mañana, un guarda de seguridad y una asistente empujan la camilla donde va Petronila, sorteando los vehículos para tratar de cruzar la calle y llegar a Emergencias. Al parecer la cortesía es un fantasma en esta ciudad.
En Emergencias la doctora encargada desde el inicio duda si debe atender a la anciana. Hace un par de llamadas y confirma que está en lo correcto. “Es que no es una emergencia”, dice.
Entonces explica el engorroso proceso que ni la delegada del INSS, ni la jefa de Atención a Jubilados fueron capaces de explicar el día anterior.
Un funcionario del hospital debe entregar una hoja donde detallan la atención que requiere la paciente, pero antes, una vez más, lo que debería ser meramente un asunto administrativo, porque se trata de un servicio privado por el que el hospital recibe un pago; el funcionario hace un par de llamadas. Otra vez toca escuchar los reclamos, las negaciones y el debate de “ética” sobre el caso. “Esta paciente no debería ser atendida aquí”, dice. “Lo correcto es que la atienda el médico que la operó”, reclama.
La llamada telefónica finaliza con el discurso que todos conocemos: Al hospital le conviene atenderla porque igualmente les pagarán por el servicio.
Imprime y firma la carta que horas más tarde se debe llevar a las oficinas del INSS para pedir que la atiendan, a través de otra carta previamente impresa, donde Petronila literalmente le “pide el favor por ser una persona de escasos recursos” al director del Seguro Social, Roberto López, para que le brinden la atención que requiere.
Un acto indigno por el que pasan todos los jubilados. Un sistema que parece formulado para rendirlos del cansancio o que groseramente mueran en el intento.
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