Dos tendencias corrosivas en dos épocas colindantes entre los siglos 20 y 21, se han posesionado en no pocos países de América Latina. Se volvieron epidémicas. Regaron la semilla en la fragilidad terrígena. Dos generaciones vivientes las han testimoniado. Son en el orden cíclico: el militarismo y el populismo.
Quién ahora en otoño, clavado por el destino que le correspondió vivir, no recuerda a los gobiernos militaristas puestos en fila por la obstinación —herrados por las charreteras— representados por los máximos grados. General Somoza en Nicaragua y con los mismos atuendos: Pérez Jiménez en Venezuela, Juan Domingo Perón en Argentina, Odría en Perú, Remón en Panamá, Rojas Pinilla en Colombia, Batista en Cuba, y uno que se “voló la tranca” constituyéndose en la excepción superlativa, el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo. Los tipos se reelegían con solo poner al revés las páginas constitucionales, de levantar antojadizas “patas de gallina” o siguiendo el decreto aupado por sus caprichos.
Se estiró por muchos años el flagelo de esa epidemia defendida por sus ejecutivos con un sentido fraternal. Todos eran un solo núcleo. Pero cada uno de ellos fue cayendo en una sucesión que se volvió rauda y estrepitosa. Y fue así —Batista uno de los últimos en sucumbir— que la caterva rodó por el suelo. Hubieron casos posteriores en que aisladamente tuvo repercusión la tendencia o influencia del militarismo pero no caracterizada por el oleaje simultáneo que hubo en aquella época.
Años después al militarismo le sucedió el populismo. Comenzó a tomar cuerpo a partir de 1959 con la revolución cubana, el verde olivo y las luengas barbas en vez de los cordones dorados. Implantado el sistema corrieron veloces los aires de la mentira en las plazas atestadas de masas, con un discurso unilateral extendido a otros países en un auge que se resiste a desvanecer, puesto de moda incluso en España y Grecia.
Demagogos eran aquellos oradores que se distinguían por usar un lenguaje condescendiente con la metáfora, con la finura académica, pero siempre identificándose con la ficción. Ahora en comparación con la forma populista, aquellos tribunos quedaron convertidos en “niños de pecho” y con mayor razón cuando están en el poder desde donde sudan resentimientos que se transfiguran en ríos de odio clasista. Así como había un grupo de países donde reinaba el militarismo, así los hay en Argentina, Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Bolivia y otros que van por el mismo camino.
Y es que el talante charolado por el lenguaje popular ha dado resultados efectivos en las clases humildes, en las que resaltan las penas de la ignorancia, donde la promesa de la erradicación de la pobreza se vuelve una rutina recurrente cuando bien es sabido que extirparla concuerda con la imposibilidad. Pero el discurse se sigue dando tanto en América Latina como en Europa.
Ellos —los populistas— no son represores, el principal recurso de ellos es la lengua. La lengua ¿no es acaso un arma mortal? Los populistas pueden reelegirse con los instrumentos adecuados a su forma de vender sueños, de persuadir con una destreza que nunca tuvieron los militares de antaño. Recurren a las posiciones políticas, son capaces de estropear el presupuesto con un “chagüite”, no se fundamentan en la economía. Todo tema es de orden político, está trazado por la emoción. La tendencia está gobernando más allá de los mares tropicales.
El autor es periodista