Como escribí recientemente, cuando a un pueblo se le cierra el canal electoral para cambiar gobiernos, las alternativas son las balas o la calle. La primera alternativa es trágica e indeseable. La segunda, el pueblo lanzado a las calles para demandar el cambio, ha producido resultados favorables con menos traumas y sangre. Ejemplos recientes son Ucrania, más Egipto y Túnez durante la primavera árabe.
Indudablemente, la mejor alternativa, como acaban de señalar los obispos, es dejar que el pueblo escoja libremente a sus gobernantes en comicios honestos. No seguirla ha causado grandes perturbaciones en nuestra vida nacional. Ojalá conociéramos mejor la historia. Esta es, para las naciones, como la memoria para los individuos. Si yo recuerdo que la última vez que choqué iba borracho, posiblemente ahora conduzca sobrio. Si no pudiese recordarlo, sería muy propenso a repetir mi error. Un pueblo sin memoria es como un individuo con Alzheimer; gira en círculos, desorientado.
Un caso aleccionador es el de los Somoza Debayle. Aunque han sido demonizados en versiones históricas escritas por sus adversarios, dichos gobernantes tuvieron claroscuros; facetas muy negativas y también positivas —hubo, además, diferencias entre ellos; no pueden meterse en el mismo saco—. Hace algunas semanas la Fundación Ortiz-Gurdián rindió homenaje a un personaje cuya trayectoria arroja luz sobre una faceta del período que es interesante destacar, por cuanto hoy mucho se habla del desarrollo económico actual, y por cuanto no tuvo un desenlace feliz, por razones similares a las que operan hoy.
Se trata del doctor Roberto Incer Barquero, hombre de un brillo e integridad excepcionales, quien presidió el Banco Central (BCN) de 1969-1979. Su cargo testimonia el interés que tuvieron los hermanos Somoza en rodearse de los profesionales más competentes del país, a fin de modernizar la economía y construir un Estado eficiente. Los frutos de esta apertura son innegables.
Como señaló uno de los conferencistas, el ex gerente general del BCN, Mario Flores, “los índices robustos obtenidos entre 1961 y 1977, proporcionan el suficiente argumento para calificar ese período como la época dorada de la historia económica de Nicaragua, a pesar del shock de los precios del petróleo y el terremoto de 1972”.
Entre 1961 y 1977, Nicaragua creció a una tasa promedio del 6.4 por ciento anual; la más alta de América Latina. Las reservas internacionales brutas aumentaron más de diez veces; de 13.5 a 148.7 millones de dólares. El ingreso per cápita, a pesar de que la población crecía entonces en 2.8 por ciento anual en lugar del 2.0 por ciento de hoy, aumentó de US$197 a 636.8. En esos años la estabilidad y prestigio del córdoba fue tal, que el FMI lo nombró divisa internacional. En Centroamérica circulaba más que el dólar.
El aumento en los ingresos permitió expandir el gasto público. La cantidad de estudiantes subió de 108,000 en 1950, (10% de la población) a 513,700 (22% de la población) en 1977. La matrícula universitaria de 506 estudiantes en 1950, a 23,800 en 1977.
Pero hubo un gran problema: Anastasio Somoza Debayle, además de ser autócrata, insistió en reelegirse, dando a entender que su dinastía familiar era “forever”. Esto se combinó con otros factores y terminó produciendo un gran estallido político (1978/79) que desbarató gran parte del avance alcanzado y causó inenarrables dolores y horrores. El Fondo Monetario Internacional ha observado que el PIB per cápita en 2011, apenas superaba la mitad del obtenido en 1977.
¿Aprenderemos? ¿Tendremos alguna vez, como claman los obispos, “políticos a quienes duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres?”
El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro.
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