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Hugo Torres Jiménez

Fatalismo versus libre albedrío

En reuniones con pobladores  realizadas en distintos lugares del país, me encuentro con la pregunta de qué hacer ante las arbitrariedades del régimen Ortega-Murillo, que niega a los nicaragüenses el ejercicio de sus derechos ciudadanos, y en su afán de permanecer en el poder comete fraudes electorales, burlando la voluntad popular para elegir a sus autoridades nacionales, municipales, regionales y del Parlacen.

Siempre respondo que hay dos formas de ver la vida, con optimismo o con pesimismo. Que si no ves una salida, por tener Ortega subordinados a todos los Poderes del Estado, a la Policía y al Ejército y a sus turbas violentas, seguramente no harás nada para cambiar esta situación.

En cambio, si tendés a ver la vida con optimismo, realizarás todas las acciones que estén a tu alcance, con racionalidad e inteligencia, para sumar tu esfuerzo al de otros que como vos piensan de igual forma. Por lo general, el optimista es una persona con mayor conciencia ciudadana que el pesimista; es decir, está más empoderado de sus derechos y no solo de sus obligaciones.
El pesimismo tiene su causa en el fatalismo; del latín, fatun que significa destino. Algunos autores definen el fatalismo como “la creencia religiosa o filosófica según la cual existe un destino que debe cumplirse inexorablemente, siendo inútiles los esfuerzos por evitarlo”.

Los fatalistas le atribuyen a causas mágicas o divinas los fenómenos de la naturaleza y de la vida en general. Carlos A. Bravo en su obra Nicaragua, Teatro de lo grandioso señala que el indígena es fatalista por naturaleza. Nos dice: “Un día llovían rayos en Karawala y yo, escondido, veía las súbitas iluminaciones del relámpago. El indio de la casa estaba a la puerta desafiante, sin importarle nada aquella escena de horror. ‘Te puede matar un rayo’, le dije. ‘Si el dios no quiere, no’, me contestó. ¿De manera que no te puede fulminar un rayo? ‘Si el dios quiere, sí, me dijo’. Es una escuela filosófica. El indio nació con el fatalismo en la sangre, cree en la rígida tiranía de la vida”.

Como todos los pueblos en nuestros orígenes fuimos indios, también tenemos resabios de esa cultura mágica fatalista. No solo causas religiosas o mágicas pueden llevarnos al fatalismo, también; existen causas físicas, químicas, emocionales, existenciales, políticas y económicas, etc.

Swami Silvananda, maestro espiritual hindú, advierte: “No cedas al fatalismo. Te inducirá a la inercia y a la pereza. Reconoce los Grandes Poderes del Pensamiento. Esfuérzate. Procúrate un destino grandioso por medio del pensamiento recto”.

El fatalismo es enemigo de la libertad, y esta se funda en el libre albedrío, en la capacidad de razonar. El fatalismo tiende a quitarle el sentido a la vida y a la capacidad creadora y transformadora del ser humano. Al creer que todo está predestinado el fatalista deja de luchar.

Dice Nietzsche: “Aquel que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a todos los cómos”. El fatalismo es enemigo de la voluntad, “para qué vivir si nada tiene sentido” (anónimo). El optimista tiene una actitud positiva ante la vida.

Si no fuera por la preeminencia del pensamiento optimista en la gente dispuesta a luchar por su libertad y sus derechos, las tiranías serían eternas y la civilización no hubiera avanzado hasta donde lo ha hecho. Hoy, como ayer cuando nos enfrentábamos a la dictadura de los Somoza, el optimismo debe ser el acompañante permanente de los hombres y mujeres que saben que depende de ellos y no de un oráculo, brujo, o de ninguna deidad, el lograr derrotar a quienes quieren hacer del fatalismo su doctrina, para imponerla sobre nuestra patria. El mismo Dios de los cristianos nos dice: “Ayúdate que te ayudaré”.

Sandino, nuestro general de hombres y mujeres libres y su Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua son referentes sobre el valor del optimismo y de la razón: “En uno de aquellos días manifesté a mis amigos que si en Nicaragua hubiera cien hombres (y mujeres, digo yo) que la amaran tanto como yo, nuestra nación restauraría su soberanía absoluta. Mis amigos me contestaron que posiblemente habría en Nicaragua ese número de hombres, o más”.

El autor es general retirado, diputado al Parlacen.

Opinión Nicaragua régimen Ortega-Murillo archivo
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