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La demolición de la República

Desde la época de los griegos y sus ciudades-estado como Atenas, la república se ha concebido como una organización basada en el poder soberano de los ciudadanos, autoridades sometidas al control de las leyes y electas democráticamente.

Desde la época de los griegos y sus ciudades-estado como Atenas, la república se ha concebido como una organización basada en el poder soberano de los ciudadanos, autoridades sometidas al control de las leyes y electas democráticamente.

Siglos después, la Carta Magna fue arrancada por la nobleza inglesa al rey Juan Sin Tierra para poner fin al absolutismo (1215) y garantizar sus derechos, entre ellos la facultad de aprobar nuevos impuestos. La Revolución Francesa terminó con la idea del origen divino de la autoridad real y proclamó que la soberanía reside en el pueblo, quien lo delega a autoridades sometidas a los límites que imponen las leyes.

Hoy día, las monarquías que subsisten en Europa son monarquías constitucionales, donde el rey, como símbolo de la nación, “reina pero no gobierna”. Es el pueblo quien elige a sus gobernantes a través de la elección de parlamentos, de cuyo seno salen los primeros ministros y miembros del gabinete, responsables del gobierno.

Desde la Constitución de los Estados Unidos de 1787, se entiende que estos cuerpos legales consagran las reglas fundamentales que rigen la organización de los poderes públicos, el balance y control recíproco entre ellos, y los derechos y garantías de los ciudadanos. En la tesis de Hans Kelsen sobre la jerarquía de las normas jurídicas, las normas constitucionales están en el más alto nivel del orden jurídico, es decir, en la cúspide de la pirámide. Todas las demás normas deben someterse a ellas. Esta concepción la asume nuestra propia Constitución Política cuando en su artículo 182 establece su supremacía en los términos siguientes: “La Constitución Política es la carta fundamental de la República; las demás leyes están subordinadas a ella”.

Recordamos las etapas históricas de estos conceptos a propósito de lo que está sucediendo en nuestro país, donde los poderes públicos, que al posesionarse de sus cargos juraron solemnemente respetar la Constitución, son los primeros en irrespetarla mediante decretos, resoluciones y sentencias que flagrantemente violan las disposiciones constitucionales.

Si la Constitución Política representa el acuerdo fundamental sobre el que descansa la organización del poder y la convivencia social, su irrespeto implica el fin del Estado de Derecho y, por lo tanto, la instauración de un régimen de facto, donde prevalece la voluntad autoritaria y dictatorial de quien detenta el poder absoluto.

Día a día, con el propósito deliberado de destruir el edificio de la institucionalidad democrática, comprobamos graves violaciones a la Constitución Política. Se suceden unas a otras y todas están claramente inspiradas en un solo propósito: lograr, a como sea, la perpetuación en el poder de quien actualmente lo detenda y de su familia. No importa atropellar las normas más claras de la Constitución; no importa retorcer su interpretación para ajustarlas a esos designios, que para eso tenemos operadores políticos disfrazados de magistrados, listos a complacer, sin vergüenza alguna, las ambiciones absolutistas y continuistas del gobernante.

Desde el año 2007 en que el actual Presidente tomó posesión de su cargo, se ha ido produciendo un paulatino deterioro de la institucionalidad democrática, acompañado del avance sistemático de un proyecto de carácter autoritario que, cada vez más, se aparta de los elementos fundamentales que caracterizan a una república democrática, hasta configurar un régimen dictatorial que ni siquiera puede compararse con las modernas monarquías, sino más bien con los pocos países totalitarios que subsisten, con sistemas de partidos hegemónicos y unos pocos partidos satélites, que dependen de él.

Nuestra Constitución Política define a Nicaragua como una república democrática, participativa y representativa, organizada en cuatro poderes del Estado, que según la misma Constitución, son independientes entre sí y se coordinan armónicamente, subordinados únicamente a los intereses supremos de la nación y a lo establecido en la Constitución. Esta es la descripción del país legal. Pero el país real es muy diferente.

Nicaragua dejó de ser república y se ha transformado en una dictadura personal con pretensiones dinásticas, a como lo fue la dictadura del primer Somoza. Es el somocismo del siglo XXI.  Preguntando alguna vez el profesor Edelberto Torres sobre cómo calificar el régimen instaurado por Somoza García, el respetado profesor lo llamó “sultánico”. Queda al criterio de cada quien encontrar el calificativo más adecuado para el régimen actual.

El autor es jurista y catedrático.

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