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Mi amigo el dragón

Crítica de cine: Mi amigo el Dragón

A pesar de la seriedad del tratamiento, el tono de la película es reconfortante, casi lírico. Mi amigo el Dragón vuela alto.

Después de Mi buen amigo gigante y Kubo y la aventura samurai, la temporada alta de películas infantiles continúa con Mi amigo el Dragón. Esta nueva versión del clásico de Walt Disney, que data de 1977, es un conmovedor drama familiar que se nutre del realismo mágico, a la vez que conecta con la sensibilidad contemporánea. Habla en el idioma secreto de los niños.

El prólogo nos muestra cómo Pete (Levi Alexander) queda huérfano durante un aparatoso accidente de tráfico. La secuencia pasa del estado idílico al horror en un segundo. Pero no crea que el director, David Lowery, explota el sensacionalismo. La secuencia adopta el punto de vista del niño con tal celo que cuando el frenazo pone al carro a dar vueltas, el desafío a la gravedad se experimenta como una maravilla. En una impresionante toma, la cámara gira 360 grados mientras Pete, amarrado a su asiento con el cinturón de seguridad, ve volar a su alrededor sus libros y juguetes. Es un momento mágico, pero nosotros como adultos, sabemos que el resultado será trágico. Pete es el único sobreviviente. Solo y afligido, no se le ocurre hacer más que buscar refugio en el bosque. Ahí, una manada de lobos lo acecha, hasta que un dragón lo salva. Sí, un dragón grande, verde y peludo.

La acción salta en el tiempo hasta la trama principal: Pete, ya de 10 u 11 años (interpretado por Oakes Fegley) vive en el bosque como un animalito salvaje, acompañado por el fiel dragón, a quien ha bautizado como Elliot. Un buen día, la guardabosques Grace (Bryce Dallas Howard) lo descubre y decide rescatarlo. Mientras Pete se encuentra una vez más con la civilización, Gavin (Karl Urban), un ambicioso maderero, despala el bosque hasta llegar a Elliot, y decide cazar a la fantástica criatura. El niño se debate entre su necesidad por tener una familia real y el lazo que tiene con su amigo dragón.

Juan Carlos Ampié, crítico de cine.
Juan Carlos Ampié, crítico de cine.

Bajo la superficie, reverberan temas tremendamente serios, que tienen que ver con las necesidades afectivas de los niños, no solo en el seno de una familia, sino dentro de un colectivo social. Las preocupaciones más evidentes tienen que ver con el tema ecológico. Elliot es la ideal especie en extinción. Puede comportarse como un perro gigante, pero es capaz de volar, hacerse invisible y expulsar fuego por la boca.

Lowery, colaborando en el guion con Toby Halbrooks, le da la espalda al estilo caricaturesco, adoptando un humanismo poco común en los filmes contemporáneos. Aunque Gavin asume un rol antagonista, no es necesariamente un villano malvado. Las instancias de violencia y peligro —hasta cierto punto indispensables para una narrativa que atrape el interés del público—, se manifiestan como producto de la fatalidad, la ignorancia y la incapacidad de comunicarse. Son problemas reales que los niños enfrentan cada día y que deberían ser contemplados con más frecuencia en las películas infantiles. O al menos con este nivel de complejidad.

A pesar de la seriedad del tratamiento, el tono de la película es reconfortante, casi lírico. Si busca una frenética comedia llena de personajes disparatados y chistes de doble sentido, saldrá frustrado. Este delicado drama familiar tiene en su agenda cosas muy diferentes. Quizás el tono lo pone Robert Redford, en una inusual aparición. El legendario actor interpreta al padre de Grace, como una especie de abuelo ideal, compasivo y abierto a las posibilidades mágicas que se ocultan en el mundo convencional. El epílogo del filme puede sentirse un poco precipitado, pero a esas alturas, resistirse es fútil. Mi amigo el Dragón vuela alto.

 

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La Prensa Domingo Juan Carlos Ampié Mi amigo el dragón archivo

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