Sigue dando de qué hablar internacionalmente, la insólita decisión del régimen sandinista de declarar presidente de la Asamblea Nacional a un difunto.
Como es sabido, el militante sandinista René Núñez Téllez falleció el 10 de septiembre pasado siendo presidente del poder legislativo de Nicaragua, pero en vez de ser reemplazado como establece la Ley en el caso de que uno de los directivos parlamentarios cause baja por fallecimiento, lo que hicieron los diputados fue ratificarlo en el cargo.
Se entiende que un cuerpo legislativo es por su propia naturaleza el lugar donde se toman las decisiones más razonadas y razonables. De manera que nombrar a un difunto como presidente de la Asamblea Nacional “es una bofetada al sentido común y un golpe bajo a la cordura”, según se comentó en un periódico ecuatoriano. Y cosas parecidas se han dicho en medios de comunicación de otros países, porque semejante decisión de los diputados nicaragüenses es digna de Ripley, no de un parlamento.
Sin embargo, que los miembros de un partido de vocación totalitaria, como es el FSLN, tomen una decisión tan irracional como esa, no puede ser causa de sorpresa. Lo insólito es que fuera respaldada por diputados liberales, o sea que supuestamente profesan una ideología laica y racionalista, ajena a supersticiones religiosas y políticas.
Hacer inmortales a sus líderes es una vieja pretensión de los regímenes y partidos totalitarios. Por ejemplo, en Corea del Norte, el dictador Kim Il Sung, fallecido hace 12 años, sigue siendo presidente de ese país comunista. En Venezuela, el finado coronel Hugo Chávez es oficialmente el “comandante eterno” de la revolución bolivariana. La momia de Lenin aún se conserva en la Plaza Roja de Moscú esperando que llegue el momento de su resurrección.
En realidad, esta superstición se originó en la Rusia comunista de los años 20 del siglo pasado. Máximo Gorki, emblemático escritor soviético de aquella época, decía creer en la inmortalidad de la especie humana —aunque no en la del individuo—, la que según él sería como un dios inmortal. Pero su camarada, Anatoli Lunacharski, quien era “comisario del pueblo para la educación”, o sea ministro, sí creía que la ciencia podría darle la inmortalidad al hombre. Él formó parte de un grupo filosófico llamado los “constructores de Dios”, quienes sostenían que los avances de la ciencia permitirían alcanzar tal objetivo.
Lunacharski y Trofin Lysenko, precursor de la Academia de Ciencias de la URSS, fundaron con ese fin el Comité Soviético para la Investigación Psíquica, cuya misión era demostrar que la revolución comunista además de ser un cambio social radical implicaba la creación de un ser humano superior. El mismo Lenin apoyaba ese proyecto, pero cuando murió en 1924 no se decretó que aún después de muerto seguiría siendo presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo. Lo que hicieron fue embalsamarlo con una técnica asombrosa en esa época, bajo el supuesto de que en algún momento la ciencia derrotaría a la muerte y el eminente líder comunista podría ser resucitado.
Hasta hoy algunos nostálgicos del antiguo comunismo siguen esperando que eso ocurra, actúan al contrario de la ética cristiana que manda a dejar que los muertos —quienes quiera que hayan sido—, descansen en paz.