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Joaquín Absalón Pastora

El miedo vive

Lo que sigue prevaleciendo en Colombia es el miedo a la guerra. El miedo que se haga un plagio de la desventura venezolana. La belicosidad nunca pudo ser factor del triunfo. Las palmas de aquel sorprendente domingo se las llevó “el instinto de conservación” que acompaña a la vida junto a las venas desde el nacimiento de la criatura humana.

Ese mismo sentimiento lo manifestó el papa Francisco, días antes de que se plasmase la decisión. Se mantiene la certeza de que “el fuego continúe”, expresó. El temor fue compartido. El papa está expuesto a cometer los errores de todo viviente como él.

Pero ante el presentimiento expuesto pasó a ser el dueño en el trono de la verdad. Que haya hecho irradiación coyuntural de esa expresión induce que no toda violencia durante tanto tiempo se haya apaciguado o concluido. Siempre hay un sector que “arriesga todo”. Las propias FARC desde el subterráneo —las bases resentidas e inconformes con la cúpula— mantienen la zozobra en la clandestinidad en expresiones cotejadas por los medios de comunicación. Son secuelas difíciles de extirpar en un contexto doloroso que lastima el alma de las víctimas para las cuales no hay ningún acto de premiación, de recompensa, mucho menos que sean beneficiarias directas de la gigantesca figura de un premio Nobel que se asigna a un solo individuo.

Juan Manuel Santos y su séquito se jactan de convertir en verdad todo lo que es mentira. Se vanaglorian de ser los artistas de esa metamorfosis, estetas de la transfiguración, expediente ya no inédito. Viejo es aquello revelador de que entre más se miente más cerca está uno de la verdad. El análisis es truculento, le da un vuelco extremo a los significados donde la guerra se pone el disfraz de la paz y los asesinos el uniforme de los ángeles. Santos ha enseñado un muestrario de la fantasía puesta en la vitrina para que el interesado en comprarla haga un diseño de su porvenir personal o de grupo en nombre de la muchedumbre ingenua. Pero esta vez la mayoría no se ha dejado manipular. Ha votado por un no que condena a la impunidad, a la asignación premiada de convertir en senadores a quienes lo serían por “obra y gracia” del dedo ejecutivo y no de la elección popular.

En un arranque de precipitada euforia Santos oxigenado por los aires del Nobel ha hecho esta profecía que desde luego se convierte en mentira: “Señores la guerra ha terminado”. Debieron de aplaudirlo los ocupantes de las sillas en las Naciones Unidas. ¿Pero en Colombia qué reacción hubo? Ninguna, más que la indiferencia. No puede negarse que Santos hizo un esfuerzo.

Esa tenacidad por llevar la iniciativa de los acuerdos es la que precisamente se está reconociendo desde Oslo, más no la del protagonista integral de la epopeya en la que se suman muchos factores y en los que intervino desde la llanura la bienvenida terquedad de Uribe

Qué ser humano no quisiera coincidir con esa feliz conclusión. Verla finalizada solo porque los brazos poderosos se alzan en señal de júbilo no es lo mismo que expresar el temor papal de que el fuego arda, una reactivación que no debe ni pensarse en la agenda constructiva de un acuerdo que no está muerto, mucho menos presentirse en el mundillo de la fatalidad.

El autor es periodista.

Opinión Juan Manuel Santos Nobel Uribe archivo
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