Con el paso de los años se llega a aceptar como algo natural la muerte de los amigos. Uno piensa que siguen con nosotros. Porque, con el tiempo, el pasado, el presente y el futuro tienden a confundirse. Al recibir la noticia del fallecimiento de Ramiro Argüello Hurtado (cinéfilo, siquiatra, cuentista, crítico de cine) lo siento más vivo que nunca.
Falleció en León, junto a su esposa Yvette; teniendo como visión final, en la proyección acelerada de toda su vida, los rostros de sus hijas Remedios y María Aparecida.
Adoptó como destino fatal el primer verso del poema-epitafio de Carlos Martínez Rivas a T.E.S. (uno de los seudónimos de Lawrence de Arabia): “Aprendió a caminar sin dejar huellas en la arena”. En un momento de su vida, decidió poner en marcha un lento proceso de ensimismamiento. Por voluntad propia, su nombre fue desapareciendo de los medios impresos.
En la década de 1980 alternó conmigo en La Prensa Literaria como crítico de cine. Pero sus críticas, como él mismo afirmaba, eran más auto-sicoanálisis que reseñas cinematográficas. Su pluma era impecable. Adoptó como maestro de estilo a Guillermo Cabrera-Infante, a quien logré conocer bien. Ese honor correspondía a Ramiro. A veces uno vive las vidas que les tocaba vivir a los amigos.
En los tiempos inmediatamente anteriores y posteriores a la Revolución, Ramiro y yo desarrollamos una amistad que debió haber durado toda la vida (fuimos Don Quijote y Sancho Panza, Jules y Jim, el Gordo y el Flaco). Fue mi mentor. Me enseñó a apreciar la Sonora Matancera, a Enrique Jardiel Poncela y la poesía de Wordsworth, entre muchas otras cosas.
Teníamos algo en común que nos hermanaba: vivíamos en el cine. No quiero decir en las salas de cine, sino en ese mundo paralelo, ese otro mundo de las imágenes cinematográficas, mucho más vivas en el recuerdo, cuando han pasado a ser parte de nosotros mismos, que al momento de proyectarse en las pantallas.
Cuando rememorábamos nuestros momentos más felices, pensábamos en la estatua de Cristo colgada de un helicóptero al inicio de La Dolce Vita; en Ninón Sevilla deambulando entre sombras por un cabaret mientras Pedro Vargas canta Aventurera o en Orson Welles narrando la historia de Jonás en el vientre del gran pez.
Barajábamos en las mesas de los restaurantes chinos, repletas de botellas de cerveza vacías, los nombres de Rita Hayworth, Hedy Lamarr, Lilia Prado, Anita Ekberg, Machiko Kyo, Catherine Spaak, Alexandra Stewart y nuestros amigos de siempre: Hitchcock, Fellini, Truffaut, Coppola…
En los turbulentos años sesenta, Ramiro fue parte viva de la cultura nicaragüense. Lo conocí cuando comencé a frecuentar la Cafetería La India en 1968. En esos tiempos yo era más amigo de su hermano menor, Xavier, quien lo idealizaba. Junto con Ramiro, visitaban la cafetería diariamente: Jorge Eduardo Arellano, Carlos Alemán Ocampo, Julio Cabrales, Beltrán Morales, Edwin Yllescas, Octavio Robleto, Iván Uriarte… En la Universidad de León (donde se graduó de médico), reemplazó a Jaime Wheelock como director de la revista Taller cuando este partió a la clandestinidad.
Antes de publicar críticas de cine en la Literaria en la década de 1980, no había publicado nada. Pero su cultura era universal, parecía saberlo todo, haberlo leído todo.
Muchas tardes lo acompañé en el Hospital Psiquiátrico de Managua, donde trabajaba como médico. Anteriormente había ejercido su profesión en el Hospital moravo de Bilwaskarma (región del Río Coco), en lo que fueron probablemente los años más felices de su vida. En el psiquiátrico me dictaba sus críticas de cine porque no sabía escribir a máquina. Rodeado de pacientes en el gran patio del manicomio, me recordaba a Mel Ferrer como el Greco, lidiando con los lunáticos que le sirvieron de modelos para sus 12 apóstoles.
Ramiro era sumamente excéntrico, jamás discutía con nadie. Despertaba amor y admiración en las personas que lo conocían. Fue muy cercano a poetas y pintores.
“Los conozco a todos a fuerza de verlos”, dijo al recibir el primer premio en un concurso regional de cuentos escritos por médicos.
Hubo personas amigas por las que sintió cariño especial a lo largo de su vida: Mario Cajina Vega, Marlene Chow, Napoleón Fuentes y José Vargas Pravia (para muchos, el único y auténtico Pancho Lapa).
Todos conocimos un aspecto diferente de su personalidad. Únicamente él tenía todas las piezas sueltas de su propio rompecabezas. Es posible que ahora mismo lo esté armando para ya no volverlo a desarmar.