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Juan Andrés

El día de la graduación no llegó, aunque la ceremonia era de uniforme y en el auditorio del instituto. Al día siguiente lo buscamos y no dimos con la casa.

Era la 1:30 de la tarde cuando llegaron las noticias. Frente a nosotros estaban dos oficiales de la Policía. Se dirigieron a la empresa porque no encontraron a ningún familiar de Juan Andrés en la dirección que reflejaba la cédula.

No quise ser ave de mal agüero, pero desde que me enteré del permiso que él solicitó sentí una especie de temor, tristeza, inquietud, como si algo malo sucedería, pero después deseché la idea.

El reporte de la Policía reflejaba que Juan Andrés había sufrido un accidente. —¿En qué hospital está?— les pregunté, un poco desesperada. —Lamento decirles que ya está muerto, los médicos no pudieron hacer nada por él —fue su respuesta—. El otro oficial le siguió: —el occiso se le tiró al vehículo. Estábamos consternados; nos golpeó la noticia. Andaba apresurado o calculó mal, lo cierto es que le cambió el esquema a la muerte— concluyó el primer oficial.

Conocí a Juan Andrés en la secundaria. Era tímido, apartado, costaba sacarle palabras. Era un tipo cortés, solidario y de buen parecido. Se refugiaba en la lectura, de un libro seguía a otro; de todo leía.

Cursamos el quinto año en el turno matutino. Por las tardes lo encontraba en la biblioteca del instituto o en el museo.

Nunca supimos dónde vivía, si tenía papá, mamá, hermanos o si en su familia sabían que era de los mejores estudiantes, un talento en matemática y física. Antes de los exámenes practicábamos con él y le entendíamos más que al profesor. Nos ayudaba a comprender mejor cada procedimiento de la ruta más compleja a la más simple.

El día de la graduación no llegó, aunque la ceremonia era de uniforme y en el auditorio del instituto. Al día siguiente lo buscamos y no dimos con la casa.

Continué estudios superiores y me gradué en Administración de Empresas. A los 2 años tuve la oportunidad de escalar como responsable de selección de personal en la institución donde laboraba.

Un día llegó a mis manos el expediente de un ingeniero industrial y lo valoramos de muy bueno, —Cítelo para mañana a las 8:00 a.m.— le orienté a la secretaria. Llegó el día. Lo invitamos a tomar asiento.

Al concluir la entrevista me abordó. —¿No te acordás de mí?— Preguntó con mucha cautela y como articulando palabra por palabra. No podía olvidarlo y en la plática emergieron los recuerdos.

Juan Andrés estaba apto para el cargo y fue nombrado. Desde el primer día demostró que la selección estuvo acertada.

Coincidíamos en el comedor y lo buscaba para intercambiar opiniones. El mismo Juan Andrés: parco al hablar, cabizbajo, solo escuchando, pero inteligente, colaborador y con ideas novedosas.

Un día le comenté que en la empresa celebrábamos los cumpleaños. —Nunca he escuchado felicidades y mucho menos que me celebren un cumpleaños, creo que hasta olvidé la fecha— comentó. Quiso llorar, pero las lágrimas quedaron atrapadas. Con disimulo y cierta vergüenza las enjugó. Yo no quise opinar, solo busqué palabras para superar la escena, pero descubrí que una cruz de dolor, de sentimientos o sueños rotos, pendía de la espalda y del corazón de Juan Andrés.

Veinte días faltaban para su cumpleaños y lo comenzamos a organizar. Queríamos proveerle de un día en familia, de un día de amistad, de un día feliz, de un día con páginas en blanco.

Llegó la fecha esperada. Él me pasó saludando y me hice la olvidada. No quería evidenciar la sorpresa. Lo mismo pasó en su área.

A las 11:00 de la mañana llamé a Juan Andrés y no recuerdo con qué fin. —No está— respondieron. Me extrañó la salida porque no era de estar pidiendo permiso. Dejó dicho que estaría antes del almuerzo. Me tranquilicé. Esperaba con ansias que tuviera lugar la actividad planeada.

A las 12:30 del mediodía me preocupé. Las llamadas que le hicimos no fueron efectivas. Me preocupé más porque una cualidad que también lo distinguía era su palabra impecable. Después que almorzamos con cierta tristeza, decidimos dejar todo en su lugar para cuando él llegara, pero nunca llegó. Ahí quedó la torta, las chimbombas, la piñata, la tarjeta con la firma de cada uno, las páginas en blanco. Ahí quedó el silencio.

Cultura Juan Andrés archivo

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