Como decía el sabio Samuel Johnson, quien algo teme que se sepa, algo podrido tiene dentro. La característica del régimen de Ortega ha sido el secreto, la pura y simple ocultación de información de carácter público, o su sustitución por datos maquillados que deforman la realidad del país. Política del secretismo, la mentira y la estafa, propia de los regímenes dictatoriales.
El implacable sentido común del doctor Johnson fue retomado por Kant, quien postuló que el secreto, en materias públicas, presupone legítimamente la existencia de realidades que, de ser divulgadas, serían desde el punto de vista moral reprochables o punibles desde el punto de vista jurídico.
Recientes informes internacionales y nacionales destacan a Nicaragua como uno de los países más corruptos de Latinoamérica y donde, correlativamente, campea la impunidad más flagrante. Por eso no extraña que la iniciativa de ley Nica Act tenga como segundo eje principal, junto con la falta de institucionalidad y elecciones democráticas, el problema de la corrupción. Y lo que verdaderamente temen las personas que integran la cúspide de la pirámide del poder del régimen, no es el bloqueo de los préstamos de los organismos financieros internacionales, a una Nicaragua ya endeudada hasta el cuello, sino el informe que, en un plazo de noventa días, deberán publicar las agencias de inteligencia y las encargadas de combatir el narcotráfico y el lavado de activos, una vez aprobada el Acta. Como el delito, la justicia también se globaliza y cada día es más difícil encontrar refugio para las personas y capitales ligados al crimen.
Lo que hace del problema de la corrupción en Nicaragua un caso excepcional no es la mayor o menor incidencia del fenómeno. La corrupción dejó de ser una característica propia de las viejas dictaduras militares y se ha convertido en una epidemia, que azota tanto a las democracias desarrolladas como a las emergentes. La diferencia es que en los países democráticos existen instituciones y políticas dirigidas a enfrentar el flagelo y reducirlo, lucha en la que muchos jueces, procuradores, periodistas y testigos han arriesgado o perdido la vida, mientras en Nicaragua no se hace absolutamente nada. En los años que lleva de gobierno Ortega ni un solo caso ha llegado a los tribunales, ni uno solo ha sido investigado por la Contraloría General de la República, a pesar de las numerosas denuncias de la prensa y las múltiples remociones de cargos bajo sospecha de malos manejos financieros. La justicia brilla por su ausencia y una pesada losa de silencio y miedo sella la impunidad con que se cometen las tropelías. En su lugar, las cuentas las ajusta y administra el patriarcal e inapelable poder arcano del capo di tutti capi. En Nicaragua es regla general lo que en otros países del mundo es la excepción, parte integral del modélico sistema político y económico que viene funcionando desde hace más de una década, con el apoyo de la cúpula militar y empresarial.
En La Ciudad de Dios, Agustín de Hipona explica el problema: “Si de los Gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se autodenomina reino, título que a todas luces le confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda”. Y cuenta la famosa anécdota de la charla sostenida entre Carlomagno y un pirata caído prisionero. El emperador en persona le preguntó: “¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje?” “Lo mismo que a ti —respondió el pirata— el tener el mundo entero. Solo que a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador”.
Podemos discrepar en torno a la moralidad o la eficacia de la llamada Nica Act, pero nadie se atreve a poner en duda la veracidad del problema que la ha originado. Un problema bifronte, que aqueja al gobierno de Ortega, llamado falta de legitimidad: por ausencia de consentimiento expresado en elecciones libres y por ausencia de justicia que haga respetar las leyes. Lo que marca la diferencia, nada más y nada menos, entre un gobierno legítimo y una banda de ladrones.
El autor es jurista y catedrático.