El dictador de Venezuela, Nicolás Maduro, se mantiene en el poder contra viento y marea. No ha caído a pesar de la gran insurrección cívica popular que dura ya más de tres meses y ha dejado más de cien muertos. Maduro se aferra desesperadamente al poder, a pesar de que es repudiado por más del 80 por ciento de la población y es objeto de una fuerte y generalizada presión internacional.
Muchas otras dictaduras se han derrumbado con menos presión y derramamiento de sangre. Inclusive, en algunos casos los dictadores han preferido dejar el poder mediante plebiscitos y elecciones, en vez de seguir sacrificando a sus pueblos. Y otros han sido depuestos por sus propias fuerzas armadas, cuando estas se cansaron de reprimir a los ciudadanos y de sostener a regímenes odiados. Así ocurrió en Rumania, en 1989, cuando los militares voltearon sus armas contra la dictadura de Nicolás Ceacescu y su esperpéntica esposa y viceprimer ministro, Elena Petrescu, a los que juzgaron sumariamente y los fusilaron.
En la antigua Unión Soviética la dictadura de 82 años se derrumbó como consecuencia de sus propias contradicciones internas, al fracasar rotundamente las reformas —perestroika y glasnost— impulsadas por Mijaíl Gorbachov para tratar de salvar el sistema comunista.
En América Latina, en 1983 la feroz dictadura militar de Argentina convocó a elecciones y le entregó el poder al presidente elegido democráticamente por el pueblo, Raúl Alfonsín. Lo mismo hicieron los dictadores militares de Brasil, al año siguiente; y en Chile, el general Augusto Pinochet cedió voluntariamente el poder después que en el plebiscito de 1988 convocado por él mismo, la mayoría del pueblo chileno votó a favor de poner fin a la dictadura.
Pero aunque todas las dictaduras terminan cayendo de una u otra manera, la historia no se repite igual en todas partes. En Nicaragua, el dictador Anastasio Somoza Debayle no aceptó el plebiscito propuesto por una mediación internacional y apoyado por el Frente Amplio Opositor (FAO). Como consecuencia, en 1979 Somoza cayó derrocado por la insurrección armada sandinista y terminó asesinado en Paraguay por sus implacables enemigos.
Una década después, los comandantes sandinistas fueron más astutos que el general Somoza Debayle y cuando ya no resistían la guerra de la contra y la crisis interna, aceptaron un acuerdo internacional y permitieron la celebración de elecciones en febrero de 1990.
A la luz de esa experiencia internacional, ¿cómo se puede entender el aguante de la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela? La explicación —dice el exiliado director del diario venezolano El Nacional, Miguel Henrique Otero— radica en que no es una dictadura “normal”. Se trata de una narcodictadura (la única en el mundo), integrada por poderosos militares y gángsteres civiles quienes temen que si entregan el poder no podrían evadir el castigo de la justicia, venezolana e internacional.
Pero la verdad es que los narcodictadores venezolanos tampoco tienen garantía de que se mantendrán en el poder para siempre, ni siquiera por mucho tiempo. Ahora mismo, si el gobierno de Estados Unidos quisiera aplicar una drástica sanción y suspendiera la compra del petróleo de Venezuela —que paga de contado y de esa manera está financiando indirectamente a la dictadura—, eso podría ser el empujón que hace falta para botar a la narcodictadura y poner fin al martirio del pueblo venezolano.