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Donald Castillo Rivas

¿Cuál unidad?

La unidad política de los partidos y grupos opositores al gobierno pareciera ser un concepto integral y suficiente para luchar con efectividad por la democracia en Nicaragua. Lamentablemente, cualquier acuerdo en ese sentido depende de la naturaleza política de la oposición y esta es heterogénea, con irrenunciables intereses individuales y con objetivos inmediatos y dispares.

Teóricamente existen diversas posibilidades de convergencia. Desde la impuesta por un líder carismático, con apoyo popular y recursos suficientes para forzar la unidad alrededor de una agenda bajo su hegemonía, hasta un acuerdo colectivo, mediante negociaciones engorrosas de partidos, movimientos y grupos políticos.

En cualquier caso, el camino de la unidad es más difícil de lo que parece, especialmente con los partidos tradicionales. Para dignificar una unidad más que necesaria en los actuales momentos, no es válido cifrar las esperanzas en un acto de buena voluntad de los dueños de los partidos políticos. Tampoco funciona apelar al patriotismo, al interés colectivo por encima de los beneficios personales, a la ética, al reconocimiento ciudadano, o a la experiencia histórica. En la cultura caudillista, la marca, o sellos del partido, la relativa organización o influencia territorial, las estructuras, los contactos con el gobierno, las relaciones internacionales y especialmente los apoyos financieros, no pueden ser prorrateados con la competencia.

Entonces, ¿de cuál unidad estamos hablando?

Los grupos y partidos pequeños que han demostrado ser la auténtica oposición al orteguismo podrían lograr acuerdos y compromisos al menos en dos direcciones: Una, en valores y principios y dos, en posiciones programáticas. Un discurso común, como un decálogo de valores y principios y, un debate constante, para desarrollar ideas e identificar objetivos comunes y propuestas, podría ser el inicio de una gran unidad nacional. Eso no excluye que en situaciones especiales el liderazgo carismático pudiera transformarse de individual a colectivo y la negociación privilegie lo cualitativo sobre lo cuantitativo.

La marcha a la unidad debe ser incluyente y abierta a todos los que profesan los mismos valores y principios democráticos. Convendría abrir un abanico lo suficientemente amplio para crecer, sin que la individualidad de cualquier colectividad se sienta amenazada, o forzada a cambiar sus símbolos, o anagramas. Por supuesto, que los que no compartan esos valores y principios, así como los colaboracionistas con la dictadura, quedarían autoexcluidos por definición.

El general Juan Domingo Perón dijo hace tiempo en la Argentina que “la unidad de doctrina hace que cada hombre vea los problemas, los comprenda y los aprecie de una misma manera. Y de una misma manera de percibir y de apreciar, resulta una misma manera de proceder. Eso, lleva a la unidad de acción”.

La unidad de grupos y partidos pequeños, dispersos y numerosos, no solo es necesaria sino también urgente. Es factible impulsarla y fortalecerla, sin caer en las trampas del formalismo y la ortodoxia, que aniquilan cualquier aspiración de convergencia antes de nacer. En esa nueva asociación, la definición y apoderamiento colectivos alrededor de los temas esenciales, para actuar en consecuencia, tales como la reforma electoral, la no reelección, la defensa de los derechos humanos y la lucha contra la corrupción administrativa, entre otros, serían ejemplos de unidad en la práctica.

El liderazgo, al alcance de todos, consistiría en comunicarse entre los grupos de forma ordenada y con imaginación y sellar compromisos para llevar a cabo las acciones políticas necesarias en el momento indicado, cuando se trate de rescatar a la nación.

El autor es diplomático, fue embajador en Colombia y España.

Opinión Daniel Ortega oposición unidad archivo
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