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F.J. Sancho Mas

El misterio de los tamales

Les cuento un secreto. En las mañanas del 31 de diciembre durante varios años, he ido muy temprano a un lugar en Masatepe donde recojo los nacatamales para la cena familiar de Nochevieja. Muchos pensarán que hablo de las Ramírez. Había sido siempre mi primera opción, pero aquella mañana los habían vendido todos. Pregunté si había algún otro lugar en el pueblo donde los hicieran igual de sabrosos. Así fue como descubrí mi lugar secreto.

El problema fue que la primera vez que me indicaron cómo llegar allí, no me dieron el nombre de la familia que regentaba el negocio, sino el apodo con que la conocían. Entenderán que lo evite mencionar aquí, pues puede malinterpretarse. Pero en esa ocasión, sin percatarme de las connotaciones, fui por varias cuadras preguntando por los tales (x). La gente del pueblo me contestaba con algo de desconfianza y entre dientes: “siga tres cuadras y allá pregunte”. Así conseguí acercarme lo suficiente al lugar. Un vecino, sentado a la puerta, me preguntó a quién buscaba y le respondí con el dichoso apodo. Entonces, me hizo señas con la mano para que me acercase. “Mire”, me dijo, “no ande por el pueblo preguntando así por esta gente, que se pueden ofender”.

Sabido pues del significado de la palabrita, entré avergonzado a lo que parecía un garaje abandonado. Abrí una verja con un “Buenas” que me ahogó el ladrido de un perrillo enclenque. Al fondo, hervían dos grandes ollas y el humo y olor de los nacatamales me recibieron con una hospitalidad antigua, sin palabras, como disculpándome por la impertinencia de preguntar con apodos desconocidos.

Por suerte tenían nacatamales de sobra. Pedí los que me encargaron. A esas horas, aún había frío y neblina en Masatepe, así que me conseguí un café caliente y, antes de llevarme el encargo, desayuné sobre un tablón uno de los primeros nacatamales de la mañana, recién hecho. Lo deshojé en silencio, ante la mirada de la mujer y el hervor de la olla. Se abrió ante mí aquel espectáculo que lleva historia y sabor de siglos. No hacía falta ni masticarlo. Alimentaba con solo olerlo. Y ya en el paladar era tan suave la masa que no esperaba al sorbo de café para deshacerse acompañado hacia el estómago.

Este año que estoy largo y no puedo degustarlo he tenido la fortuna de compartir con nicas y otros migrantes unos nacatamales hechos como si fuera en Masatepe. Con ese sabor, me ha vuelto la misma curiosidad por este manjar que ha sobrevivido desde hace miles de años.

La mayoría de los indicios llevan a considerar que es de origen mexicano. Su nombre náhuatl significa “envuelto”, por lo que muchas comidas conservadas en hojas de plátano o maíz reciben ese mismo nombre. Solo en México se dice que hay miles de variedades. Pero el misterio está en que los tamales llegan a encontrarse por toda América Latina, país a país, hasta el mero norte de Argentina. Si los nacatamales son la variedad nica por excelencia, además de las tamugas o el yoltamal, por toda la región se encuentran dulces y salados. Yo he llegado a probar en Colombia un tamal de pipián.

Parece ser que los que comían los pueblos originarios indígenas eran a base de masa de maíz rellena con verduras. Su envoltura permitía llevarlos a largas distancias. Con la llegada de los españoles, el tamal se hizo más jugoso al añadirle manteca de cerdo, carnes y otros ingredientes. Su presencia desde México hasta Argentina sugiere que el trasiego e intercambio comercial de los pueblos indígenas era mayor que el que pensamos. Pero me inclino a pensar que fue la conquista, probablemente, la que aceleró la expansión.

En realidad, la historia de los tamales de América está aún por comprobarse. Es un enigma envuelto durante siglos. Y sospecho que siguiendo la ruta de esos “envueltos”, se podría saber mucho más de esta historia de mestizaje que nos ata y desata en una América indígena e hispana.

Como casi todas las comidas tradicionales debió surgir de la necesidad, a lo que se le añadió el secreto del tiempo. Cocinar durante horas, con paciencia artesana y calor humano. Comidas cuyo riesgo es que poco a poco se vayan perdiendo, igual que el tiempo.

El autor es periodista.

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