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El político

Según “las luminarias” de la biografía política, esta tiende a destrozarse a sí misma. Es perceptible la certidumbre de esa hipótesis. Llega al extremo de convertirse en una catástrofe donde reina la mentira. Donde proliferan los derivados de la fantasía, donde el objetivo de servir —la búsqueda del bien público— se pierde en los laberintos. Desde su origen pretendió erguir las columnas de la organización pero el hombre insiste en corromperla. El mal es amamantado por la irracionalidad en la medida en que va volando el tiempo como si fuera un astronauta sin freno. Ya no importa a quienes la vulneran perder el tesoro de la credibilidad. Lo mismo suele ocurrir en el seno de la comunicación así conceptualizada en la modernidad donde los ojos enderezan la mirada en el temblor cotidiano de “las redes sociales”. La política tiene igualmente la categoría de ser una ciencia que sus detractores han deformado en el negocio de vender la convicción, un producto intangible sujeto al mercadeo.

Exteriorizados esos conceptos sobre la crisis sufrida por la política verdadera, siento la necesidad de escribir sobre un acaecimiento, sobre el resultado de las recientes elecciones presidenciales en la vecina Costa Rica, geográficamente situada “en la vuelta de la equina”. La noticia cimera ahí no es el fraude y otras irregularidades vinculadas con el escándalo. El ganador de la primera vuelta —por estrecho margen— fue el pastor evangélico Fabricio Alvarado, un tipo que no había mostrado ninguna antecedencia en las hojas volanderas de la política tradicional. El criterio generalizado lo describe como “el candidato que cambió la política en Costa Rica”. Los efectos han producido la clarividencia de que las personas adquieren más importancia que los partidos porque estos están derretidos por la descomposición, razón por la cual el individuo ha dado una lección sobre el significado adverso de las campañas electorales caracterizadas por la ansiedad mezquina de falsear. ¿Quién es Fabricio Alvarado? Un intruso en el palco de las convenciones donde solo aparecen los líderes amarrados por las cúpulas. Pero ese mismo sistema rompió esta vez —valga la excepción— la cerrazón de las argollas y de esa flexibilidad se valió el anónimo triunfador aunque parcialmente lo haya logrado pues está pendiente la definición de la segunda vuelta en la que se ha vaticinado la peripecia de “una guerra santa”. Fabricio se metió en el ruido con solo el hecho de proclamar en el párrafo medular de su discurso la ilegalidad de los matrimonios homosexuales lo cual fue suficiente para cautivar a los costarricenses. La moral entonces ha derrotado a la politiquería, a la rutina renovada de las campañas electorales donde abunda la promesa incumplida. El candidato no se cansó de vitorear la recuperación de la unidad de los valores éticos. Obviamente con su pronunciamiento cambió la política en Costa Rica, en una actitud que extiende la tarjeta de invitación a otras latitudes del Continente.

Creo que se han producido los síntomas de una variante a través de la crítica pública a una clase que ha desfigurado las acciones y los principios eclécticos. El cambio de los rumbos no debería tener la complexión endeble de un sueño.

Francisco Mayor Zaragoza se sumó en su oportunidad a la audacia de inventar el futuro. En ese sentido comparto con él la posibilidad de “transformar los imposibles de hoy en los posibles del mañana”.

El autor es periodista.

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