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pobreza, educación

La mala costumbre de falsear la historia

El mayor deber y responsabilidad de quienes historian es ser fieles a la verdad. Desafortunadamente es una virtud sacrificada con demasiada frecuencia.

El mayor deber y responsabilidad de quienes historian es ser fieles a la verdad. Desafortunadamente es una virtud sacrificada con demasiada frecuencia, sea por negligencia, prejuicios ideológicos, o por redimir a sus protagonistas.

Posiblemente sea esta la razón prevalente en un escrito del excomandante Humberto Ortega S. en ocasión del 30 aniversario de Sapoá. En el responsabiliza a Estados Unidos (EE. UU.), y en particular al expresidente Reagan, de causar la guerra civil que asoló Nicaragua de 1982 a 1988, dejando millares de muertos y el peor retroceso económico del siglo veinte. Al gobierno sandinista, por el contrario, lo retrata como una víctima que hacía insistentes esfuerzos de paz continuamente torpedeados por Washington. Una cita entre otras: “En 1981, el delegado de EE.UU., Thomas Enders, llega a Managua, pero fracasa el intento de negociación, porque el gobierno del presidente Ronald Reagan se opone a un “Acuerdo Bilateral” con Nicaragua, que impida su “guerra de agresión”.

La realidad es completamente diferente. EE.UU. fue el primer país que extendió el olivo de paz a la revolución de 1979 y quien más ayuda brindó a Nicaragua durante los dos primeros años de su nuevo gobierno —circunstancia aludida recientemente por el doctor Álvaro Taboada en su formidable artículo Censura de ayer y temor actual por las redes—. En septiembre de 1979, a escasos meses del triunfo revolucionario, el presidente Carter recibió en la Casa Blanca a Daniel Ortega, Sergio Ramírez y Alfonso Robelo, representantes del gobierno nicaragüense, y les ofreció un paquete de US$118 millones. La ayuda comenzó a fluir hacia el país a pesar de que sus líderes denunciaban nacional e internacionalmente a EE. UU. como enemigos.

Las relaciones comenzaron a tensarse solo hasta que se descubrió que el FSLN estaba armando a las guerrillas del FMLN en El Salvador, buscando así extender la revolución a Centroamérica. Reagan, sucesor de Carter, trató de evitarlo enviando en 1981 y 1982 a Thomas Enders con propuestas de paz resumidas así: “Suspendan su ayuda a la guerrilla salvadoreña y mantendremos nuestro apoyo económico al gobierno nicaragüense, independientemente de sus políticas internas”. En palabras del propio Sergio Ramírez, participante en estos encuentros, a la administración Reagan, “no le importaba mucho la clase de régimen que un país tuviera, mientras no constituyera una amenaza para la seguridad de Estados Unidos y sus aliados”.

El problema fue que los comandantes, impulsados por su ideología comunista que exaltaban el “internacionalismo proletario”, decidieron aferrarse a su compromiso de apoyar a sus amigos guerrilleros de la región. Se armaron hasta los dientes y estrecharon su alianza con los archienemigos de EE. UU., Cuba y la Unión Soviética, entrando de lleno “al caldero hirviendo” (Taboada) de la guerra fría. Eso fue decisivo para que Reagan, buscando contener la toma de Centroamérica por el comunismo internacional, apoyara a la contrarrevolución nicaragüense. Entonces comenzó una verdadera guerra civil —no una agresión externa— por cuanto el campesinado, profundamente herido por las políticas estatistas del Gobierno, se alzó masivamente en armas.

No fue sino hasta que la Unión Soviética anunció el fin de su ayuda en 1988 que el liderazgo sandinista fue forzado a negociar y poner fin a una guerra causada por una trágica obcecación ideológica. Incidentalmente, Ortega vuelve a torcer los hechos de este capítulo afirmando que tras las elecciones de 1990 el ejército sandinista pudo anunciar el fin del Servicio Militar, cuando esto no fue decidido ni anunciado por ellos, sino por la presidenta Chamorro. Falsear la historia es una mala costumbre. También una afrenta al sagrado derecho de conocer la verdad.
El autor es sociólogo.

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