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Fernando Cardenal en la cárcel

La última vez que las vi Ana Margarita Vigil y Tamara Dávila estaban ayudando con muy pocos recursos, pero con una eficacia y puntualidad envidiable, a muchachos heridos graves tras las protestas de abril, mayo y junio. Se preocupaban por ellos, les conseguían ayuda médica cercana y los cuidados posibles.

Las dos saben muy bien que solo por estar al lado de quienes han sufrido el régimen de Ortega-Murillo y de quienes expresan ideas opuestas a su gobierno, corren riesgos. Y cuando en medio de una democracia, alguien corre riesgos por expresar sus ideas o ejercer su derecho a expresarlas, esa democracia se ha perdido por completo. Ana Margarita y Tamara saben que toca luchar por recuperarla. La absurda detención de tantas mujeres y compañeras que junto a ellas se manifestaban pacíficamente es una puñalada más en el corazón de este régimen que no tiene pies ni cabeza. Ojalá que la liberación de muchas de ellas al día siguiente fuese el principio del reconocimiento de toda esta locura.
Muchos dudamos. ¿Qué hacer? ¿Sirve de algo seguir asistiendo a las marchas o buscar otro tipo de expresiones de protesta y rechazo a este régimen que se comporta según el guion de todas las dictaduras? Es entonces cuando uno se acuerda de los que ya no están con nosotros, y por instinto les pregunta.

Nunca he militado en ningún partido político y es parte de mi convicción para poder escribir con libertad. Respeto cualquier opción del que comunique y sea militante. En mi caso, no funciona. Pero tengo amigos y personas muy cercanas vinculadas al régimen y también en la oposición, como cualquiera que lea estas líneas. Soy amigo de Ana Margarita, como lo fui de su papá y lo soy de su mamá. Ana Margarita está estrechamente unida a dos sonrisas que tienen que ver con su formación de compromiso. La sonrisa de su papá, Miguel Ernesto Vigil, exministro sandinista, y la de Fernando Cardenal, que fue en realidad un segundo padre para la familia Vigil. Tuve el privilegio de conocer y aprender de ellos dos y admirar la forma de sonreír que tenían, uno achicando los ojos y otro abriéndolos mucho. Sonrisas entrañables que mostraban una determinación de no traicionar la conciencia.

En estos días, aunque ya no estén, yo los veo a los dos, sentados en la terraza de la pastelería Margarita, hablándose. Y esa imagen para mí significa la respuesta a la pregunta que antes hacíamos. Hay que seguir. No hay que callar. Con la detención de las manifestantes del domingo (incluyendo algunos hombres) se trató de acallar las ideas, algo mucho más difícil que explotar chimbombas en motocicleta. Las ideas, los deseos, la conciencia no habitan en un solo cuerpo. No pueden detenerse ni aplastarse. Y las ideas siempre se imponen a la falta de ideas. La falta de ideas genera violencia.

El triste final del Frente Sandinista, ahogado entre los dedos anillados de Rosario Murillo y hastiado por la incapacidad de Daniel Ortega y por la falta de valentía de lo que queda de su militancia, no lo merece el pueblo que una vez se sumó a la causa de la libertad. El Frente tiene la llave para evitar su desastre: pedir perdón. Y empezar a reconstruirse. Es el mejor servicio (“servicio”, palabra que amaba Fernando Cardenal) que le podrían hacer al pueblo.

Algunos confunden el perdón con la humillación. Son los que nunca lo han pedido porque nunca, posiblemente, han sabido recibirlo. Ocurre también con los abrazos. Otro día les contaré de los abrazos de Fernando Cardenal. Ahora él está en la cárcel, con cada uno de los muchachos que aún siguen allí y que él inspiró imaginando un país de sonrisas y abrazos y perdón.

El autor es periodista.

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