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La exigencia de un cambio

Hay personas que en la historia y en la vida dicen lo que creen, expresan lo que viven y llaman la atención a quien anda mal. En otras palabras: le dice al pan pan y al vino vino. Juan Bautista hablaba claro y directo.

La fe exige conversión y la conversión no es cosa de buenos deseos solamente, ni es solo cuestión de palabras bonitas. La conversión supone un cambio en las formas de ver la vida y conlleva una nueva manera de vivir y actuar. Nos hace tornar actitudes nuevas ante la vida y la convivencia.

Juan el Bautista responde con toda claridad a la gente que le pregunta lo que deben hacer. Dejen de mirarse solo a sí mismos y de vivir como si solo existiéramos nosotros, encerrados en el muro de vuestro yo. Abran los ojos y se darán cuenta que en el mundo hay “otros” y muchos de esos otros no tienen casita donde vivir, ni tienen un pedazo de pan para llevarse a la boca, ni tienen ropa para cubrir su cuerpo. Compartan, sean solidarios. Quien no es solidario, no sabe convivir. Por eso a los empleados públicos que le preguntaron: “Y nosotros ¿qué tenemos que hacer?” (Lc. 3, 12.)

También les habló muy claro Juan el Bautista: “Dejen de ser corruptos. No exploten a la gente. No cobren más de lo que está establecido (Lc. 3, 13)”.

Con esa misma claridad Juan les habla a los policías y a los soldados (Lc. 3, 14): “No abusen de su autoridad. No sean violentos. Vayan siempre con la justicia y la verdad por delante”. Esto es convertirse: empezar a mirar la vida con ojos distintos. Empezar a ser responsables cada uno en su sitio, en la misión y en el trabajo que tienen. Estamos invitados a servir no a servirnos de los demás, invitados a ser justos no a caer en la corrupción, invitados a ser honrados no a ser ladrones, invitados a ser fieles no a vivir en la infidelidad. Hablar de conversión es hablar de cambios concretos en la vida y cambiar en la vida exigirá un cambio en la convivencia tanto familiar como social y en sus mismas estructuras.

En una de las criptas de la Abadía de Westminster, ante la tumba de un obispo, se encontraron las siguientes palabras: “Cuando era joven y libre, y mi imaginación no tenía límites, soñaba en cambiar el mundo. Cuando me volví más viejo y sabio, descubrí que el mundo no cambiaría así porque sí. Entonces acorté mis anhelos y decidí cambiar solo a mi país. Pero esto también me pareció después un sueño imposible. Cuando entré en el ocaso de mi vida, en un último y desesperado intento decidí cambiar solo mi familia; pero tampoco cambiaba así porque sí. Ahora, cuando me encuentro en el lecho de la muerte, pienso: si hubiera podido cambiarme primero a mí, por ejemplo, habría cambiado mi familia; por su inspiración y valor hubiera podido cambiar a mi país y a lo mejor, hubiera podido cambiar el mundo”. Ciertamente lo mejor es enemigo de lo bueno. Algunas veces los sueños nos evaden la dura realidad. Por eso Juan, ante la pregunta “¿qué tenemos que hacer?”, no se anda por las ramas: si no cambiamos nosotros, ni nuestra familia, ni nuestro país, nuestro mundo tampoco cambiará.

El autor es sacerdote católico.

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