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Memorias de El Abarca

Los atributos del sitio -hace ya años desaparecido- fueron elementos de aprendizaje en donde la experiencia de servicio era inigualable, incomparable, insuperable -única-, al margen de cualquier argumentación sobre la humildosa apariencia del lugar.

Recuerdo allá en mi primera juventud los paseos de fin de semana en bicicleta; nos íbamos de esa capital hacia una de las provincias cercanas, situada a unos 32 kilómetros. Éramos un alegre grupo de jóvenes, todos entre los 19 y 20 años, quienes nos arriesgábamos en las carreteras, sin mucha reflexión, a pedalear como una distracción y sano deporte a la vez.

No obstante, el viaje tenía otro propósito -el verdadero-, que era explorar lugares de comida típica, esos merenderos escondidos y mágicos que se ubicaban casi de forma secreta o clandestina, debido a su insignificancia, pero que con algunos de ellos, uno desarrollaba esa predilección inmediata, emocional, en donde los atributos de las comidas: sabor, precio, tamaño de las porciones, amabilidad, atención personalizada, eran -en ese orden- los determinantes para que aquellos jóvenes universitarios pudiéramos hacer nuestro propio ránking de los mejores sitios donde ir en nuestras giras, previa votación secreta, en cumplimiento fiel de la más pura tradición de esa nación que, a los extranjeros como yo, nos acogió entre los suyos.

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Recuerdo que la mayoría de las veces escogíamos El Abarca. Este era una fonda situada a la orilla del camino en el trecho final hacia la cercana provincia central. El lugar era de apariencia recoleta, muy sencilla; más bien diría una choza grande de maderas rústicas, techo de tejas, de viejas maderas, en donde, singularmente, servían un solo plato: lengua en salsa.

Cualquier palabra pierde fuerza al tratar de rememorar lo que se cocinaba con virtuosismo y maestría en esa recóndita choza. Era la mejor lengua en salsa roja que pudiera alguien imaginarse; el punto correcto de tersura, consistencia, textura, y a la vez, suavidad en un espeso caldo cuya preparación era una vieja receta familiar.

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Conjeturábamos acerca de los ingredientes que ella podría contener, pero don Bolívar su propietario -aquel hombre taciturno y de muy elevada estatura-, aceptaba apenas revelar a regañadientes, que la mantequilla lavada traída de otra provincia cercana, así como los espléndidos tomates de semilla italiana cuore di bue (corazón de buey), cultivados por sus manos, y las lascivas aceitunas que pululaban en ese potaje para reyes, eran la diferencia con cualquier otro preparado similar.

Aquel gigante amable reía casi que forzadamente cuando él mencionaba -no sin un regusto de satisfacción- que el huerto de especias que él cultivaba con su esposa, no lo tenía nadie en la provincia entera- y que eso proporcionaba una diferencia sustancial en lo que allí se ofrecía como su única y ortodoxa propuesta gastronómica.

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No podía faltar en El Abarca el acompañamiento de las tortillas hechas de maíz molido acopiado en los alrededores, con el único aderezo que era usado en ese bohío: un chilero hecho de vinagre de plátano, destilado en sacos de yute colgados en las robustas vigas de eucalipto adyacente a la propiedad. Este vinagre era luego hervido con ajo y varias especias, dejado enfriar y reposar macerado con picantes de cayena, cebolla morada -pasada por agua hirviendo solamente por 30 segundos- y luego puesto el frasco asolear por una semana exacta.

La combinación de los productos de la casa: lengua en salsa, tortillas de maíz verdadero molido y convertido en fragantes tortillas, así como el chilero de manufactura celestial, era en verdad, un producto para los dioses, si es que puedo permitirme esta vana alusión.

Los atributos del sitio -hace ya años desaparecido- fueron elementos de aprendizaje en donde la experiencia de servicio era inigualable, incomparable, insuperable -única-, al margen de cualquier argumentación sobre la humildosa apariencia del lugar. La disciplina de aquel hombre taciturno configuraba una creación de características grandiosas para su creciente y devota muchedumbre de seguidores.

Obviamente que don Bolívar no era un individuo que tenía un negocio, sino que, él mismo era el negocio andante, por sí y ante sí; toda una marca personal que encarnaba un productoservicio de tan alto poder, que hacía que las preferencias de sus numerosos clientes -en algún sentido también especiales- se mantuvieran inalterables, y que provocaban que un grupo de jóvenes aventureros votaran reiteradamente por hacer ese largo y riesgoso viaje de ida y vuelta en bicicleta, como un tributo a esa gloriosa experiencia de servicio.

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