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formas de mortalidad, poetas, Carlos Gadel

El viaje como libertad

Cuenta Plutarco que Pompeyo Magno veía que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar tempestuosa, y entonces los arengó: “Navegar es necesario, vivir no es necesario”

La convalecencia en una cama de hospital incita a pensar en la libertad de los viajes, los que deparan los libros, y la propia vida. Y anclado así en la cama, le he pedido a mi mujer que me traiga ciertos libros que quiero, indicándole dónde buscarlos en los estantes por el momento lejanos de mi biblioteca.

¿Viajar es más necesario que vivir? ¿O para viajar hay que vivir?

Cuenta Plutarco que Pompeyo Magno veía que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar tempestuosa, y entonces los arengó: “Navegar es necesario, vivir no es necesario”.
Fernando Pessoa la transformó siglos después: “Quiero para mí el espíritu de esta frase, transformada/La forma para casarla con lo que yo soy: vivir no es necesario; lo que es necesario es crear…”

Crear viajando, crear leyendo, crear escribiendo. Crear viviendo.

Ismael, el marinero que nos cuenta la historia del viaje fatal del Pequod en Moby Dick, la novela de Melville, explica sus ansias de navegar: “…cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes… entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”.

El capitán Ahab persigue a la ballena blanca, que años atrás le arrancó una pierna, y eso lo lleva a la muerte. Ismael, que cuando se pone melancólico piensa en ataúdes, salvará su vida en el naufragio agarrado a un ataúd fabricado por el carpintero de abordo, que aparece flotando a su lado.

Joseph Conrad fue él mismo un viajero como marino mercante. En El corazón de las tinieblas, Marlow navega a través del río Congo, en tiempos de la brutal colonización belga en África, cumpliendo el encargo de buscar a Kurtz, que ha enloquecido. Es otro viaje. No hacia la venganza, sino hacia la violencia y la explotación.

Simbad “se encuentra de repente en una la isla que no es sino el lomo poblado de árboles de una ballena dormida, que de pronto despierta y se adentra en la profundidad del mar”. Un viaje a lo imposible esta vez, como son siempre los viajes de la imaginación.

Son libros que llamamos clásicos, porque según Ítalo Calvino siempre tienen algo nuevo que enseñarnos. Han sido leídos generación tras generación, desde La Odisea a La isla del tesoro de Stevenson, y eso los hace clásicos también, la repetición.

Quizás Melville nunca imaginó que Moby Dick se convertiría en un libro para niños, y tampoco Homero pudo vislumbrar que Ulises llegaría a ser un personaje de dibujos animados.
O que las tramas que inventaron se volverían patrones de conducta en la literatura, en el cine, en las series de televisión que se multiplican hoy en día, en las telenovelas, en los cómics. No hay viajes placenteros donde los amaneceres se sucedan sin sorpresas urdidas por malvados, o por el destino mismo.

El gusto de leer, y el de vivir, están en las interrupciones de la felicidad. Toda lectura, o toda vida que empieza a adentrarse en lo desconocido, es una promesa de felicidad; y en la medida que esas interrupciones se multipliquen, mejor disfrutaremos como lectores, y seremos, igual que los personajes, víctimas del destino y sus desatinos.

La frase “y vivieron felices para siempre” cierra el relato, y lo que ocurra después ya no nos interesa porque la dicha sin obstáculos no es literatura, como tampoco los viajes sin sorpresas.

Y desde la cama del hospital, lejos de la libertad, uno oye el canto terrible y seductor de las sirenas, igual que Ulises amarrado al mástil de su nave.

El autor es escritor. Masatepe, octubre 2019.
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Columna del día libertad viaje archivo

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